La 52 del 2010

Publicado por Emilia , martes, 30 de noviembre de 2010 18:47



No estamos todos, ya subiremos alguna más completa!

CineMigrante - 1° FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE Y FORMACIÓN EN DERECHOS HUMANOS

Publicado por Emilia , viernes, 24 de septiembre de 2010 17:25

Entre el 22 y 29 de Septiembre se realizará el 1° Festival Internacional de Cine y Formación en Derechos Humanos, CineMigrante. Con el objetivo de promover el cumplimiento de los derechos humanos a través del diálogo intercultural y la integración de diferentes culturas, el encuentro contará con más de 53 películas, conferencias, talleres, charlas e invitados especiales que intentarán abordar las migraciones desde una mirada relegada por los estereotipos construidos en los medios de comunicación.


Con entrada libre y gratuita, el Festival se realizará en dos sedes: el Centro Cultural de la Cooperación, Av. Corrientes 1543 y el Espacio INCAA Km 0, Av. Rivadavia 1635.
Con una selección de 53 películas (largometrajes ficción, largometrajes documentales, animación y cortometrajes) provenientes de más de 30 países, el Festival comenzará su primera edición con la proyección en la gala de apertura de “Los que se quedan” largometraje de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman, estreno exclusivo en Argentina.
La programación seleccionada destaca la realidad y el discurso estético del cine africano, latinoamericano, europeo y asiático; habla del diálogo múltiple entre Argentina, América, Europa, África y Asia; de historias de inmigrantes, pero también de emigrantes; de inmigraciones políticas entre estados; de migraciones internas; de migraciones económicas; de corrientes, flujos y caminos; de mujeres migrantes; de hombres migrantes; de niños, de expectativas y de sueños compartidos más allá de las fronteras.
Además de difundir diferentes obras cinematográficas, el festival es un espacio de difusión de los derechos humanos, un marco de encuentro y articulación de organismos que trabajan por el cumplimiento efectivo de los derechos de las personas migrantes.
El evento contará con la presencia como invitado especial del Dr. Javier de Lucas, Director del Instituto Universitario de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia, quien realizó -por encargo de la Comisión Europea- el informe sobre medidas jurídicas contra el racismo y la xenofobia. También participarán de las mesas redondas otros invitados nacionales como el Senador Rubén Giustiniani (promotor de la Nueva Ley de Migraciones vigente en Argentina), el Dr. Raúl Zaffaroni (actual miembro de la Corte Suprema de Justicia), y Horacio Verbitsky (Presidente del CELS).
Las conferencias, charlas y talleres que ofrecerá el festival estarán a cargo de diferentes organismos como el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), el Centro la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el Fondo de Población para las Naciones Unidas (UNFPA), la Comisión de Apoyo al Refugiado (CAREF), el Comité Internacional para el Desarrollo del Pueblo (CISP), la Pastoral de Migraciones del Obispado de Neuquén, ONG El Ágora, ONG Yo no Fui, UNIFEM, Observatorio Social, Instituto Gino Germani, Universidad de Buenos Aires (UBA), Universidad de Lanús (UNLA), el Ministerio de Público de la Defensa.
En estos espacios de diálogo, participarán expositores invitados con gran dedicación en cada una de las áreas de la problemática migratoria.

La programación completa del festival podrá consultarse en www.cinemigrante.org

Esperando a Godot

Publicado por Emilia , viernes, 30 de julio de 2010 16:27

El otro yo de Raymond Carver

Publicado por Emilia , miércoles, 21 de julio de 2010 9:40

Una nota muy interesante que salió en ADN el 3 de julio de este año, con referencias concretas al cuento que trabajamos en clase, ¿Por qué no bailan?

Literatura / Un clásico original
El otro yo de Raymond Carver

Desde que se publicaron las versiones no editadas de los relatos del autor estadounidense, algunos dicen que su celebrado estilo obedece a las podas de su editor, Gordon Lish. ¿Por qué no dar a cada uno lo suyo?

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Sábado 3 de julio de 2010

Por Luis Gruss
Para LA NACION - Buenos Aires, 2010

Todo empezó un día impreciso de los años setenta. Raymond Carver (1939-1988) estaba de visita en una casa en Missoula, Estados Unidos, bebiendo junto con tres o cuatro amigos escritores. Uno de ellos contó algo acerca de una camarera llamada Linda que una noche se había emborrachado con su novio y decidió sacar al patio todos los muebles del dormitorio. Como si estuviera sonámbula, no se olvidó de la alfombra, de la cama, de la mesa de luz. Uno de los autores presentes en la reunión, casi tan ebrio como la joven del relato, preguntó a medio camino entre el desafío y la broma quién de los presentes escribiría esa historia de almas desesperadas. Carver no dijo nada pero fue él quien lo hizo, cinco años más tarde, cambiando algunas circunstancias y agregando otras. "Por qué no bailan" fue, además, el primer texto que el escritor compuso cuando dejó de beber.

La versión original y sin editar puede leerse ahora en un libro recientemente distribuido en las librerías de Buenos Aires bajo el título de Principiantes (Anagrama). Quien saca los muebles afuera en la ficción no es una camarera sino un hombre solitario y de mediana edad. Por el lugar pasa una joven pareja que frena ante el raro espectáculo porque supone que se trata de una subasta o algo parecido. Los dos bajan del auto y quieren llevarse todo a un precio más bajo que el ofrecido por el hombre. Éste acepta el regateo, echa whisky en tres copas, pone un disco y propone a los chicos que se pongan a bailar. Ellos aceptan y ensayan algunos pasos hasta que el muchacho cae rendido en un sillón. Ella termina bailando y abrazada al extraño (la escena encierra una larvada tensión erótica) y el cuento finaliza en unas pocas líneas más. Antes la joven le dice al hombre: "¿Debés estar desesperado o algo así, no?".

La segunda parte de la historia es más reciente. Un día de agosto de 1998 Alessandro Baricco (el autor de Seda ) leyó al pasar una nota aparecida en The New York Times donde se decía que los memorables finales de Carver se debían a la tijera de Gordon Lish, el todopoderoso editor de Carver (ver www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=213573 ). Baricco fue a Bloomington a visitar una biblioteca a la cual Lish había vendido todas las cartas y textos a máquina de su criatura. Leyó a fondo, comparó, anotó y finalmente comprobó que el editor había eliminado casi el cincuenta por ciento de los originales carverianos y cambiado el final de por lo menos diez de trece cuentos, incluyendo en la lista el mencionado "Por qué no bailan", pero también "Diles a las mujeres que nos vamos" y "Una cosa más", todos compilados en De qué hablamos cuando hablamos de amor .

A partir de la investigación de Baricco salieron los cuervos a graznar. Unos cuantos geniecillos literarios la emprendieron contra Carver. Ahora resultaba que quien llegó a ser considerado el Chéjov estadounidense era un impostor. Los policías de las pequeñas distracciones se esmeraron en encontrarle al autor de Tres rosas amarillas nuevos y cada vez más sucios engaños. El deslenguado Stephen King llegó a decir que Carver nunca había trabajado, que fue mantenido por su primera esposa (Maryann Burk), cuya vida posterior al divorcio se convirtió, según King, en "una bolsa de picaportes que no sirven para abrir ninguna puerta". Dijo también que Maryann (quien ya no vive para desmentirlo) acusó a Carver de haberse vuelto "una puta vendida al sistema" por aceptar que sus cuentos se publicaran con cambios de factura ajena. Tampoco se salvó de los ataques Tess Gallagher, la escritora que acompañó a Carver durante sus últimos diez años de vida, en los cuales dejó de beber y escribió Catedral , acaso su mejor libro de cuentos. Como ocurrió con otras viudas célebres, Tess acabó incriminada por "medrar" con la gloria y la herencia obtenidas gracias a quien fue su talentoso y, supuestamente, vampirizado marido.

Aprendizaje

Consultada hace poco por el affaire Lish, la viuda de Carver habló poco y bien. Dijo que Ray (efectivamente) no se reconocía en los cuentos alterados por el editor pero que no estaba dispuesto a confrontar. A la vez recordó que en un breve texto publicado en la Argentina por la editorial Norma ( La vida de mi padre. Cinco ensayos y una meditación ), Carver mencionó a John Gardner y al mismísimo Lish como sus únicos y excluyentes maestros. Llama la atención que ahora Carver y Lish sean presentados como enemigos acérrimos. Los que deseen profundizar en la cuestión pueden leer el reportaje que le hizo Mona Simpson al escritor sobre cómo fue la vida del "mantenido" Carver durante la convivencia con su primera mujer. "Trabajaba durante toda la noche e iba a clase de día -cuenta allí-. Ella trataba de criar a los chicos y atender la casa. Nuestros hijos eran cuidados por una babysitter . Finalmente me gradué en el Chico State College y, en Iowa, obtuve una beca de quinientos dólares [...]. Yo trabajaba en la biblioteca cobrando tres dólares la hora y mi esposa era camarera. Luego, en Sacramento, encontré un empleo como cuidador nocturno en el Hospital de Caridad. Todo anduvo bien por un tiempo. Después, en vez de volver a casa cuando salía del trabajo, empecé a beber. Todo eso ocurrió a partir de 1968."

Los fieles seguidores de Carver tendrán que rendirse a la evidencia. Casi todo resulta mejor luego de las intervenciones de Lish en los relatos. Quien se tome el trabajo de hacer una lectura comparada de, por ejemplo, las dos versiones del relato "Una cosa más" llegará a la conclusión de que los tijeretazos del editor brindan una luz especial a los textos. El relato mencionado cuenta la historia de un alcohólico que es expulsado de la casa por su esposa y su hija, Maxine y Bea, respectivamente. Antes de eso hay una discusión que se despliega en la trama del cuento. Pero lo más interesante ocurre al final. En la versión de Lish, el padre y marido humillado no quiere irse del hogar sin decir algo que redondee su largo discurso expiatorio. Se lee entonces lo que sigue: "Sólo quiero decir una cosa más -empezó. Pero le resultó imposible imaginar cuál podía ser esa cosa". En el original que ahora puede leerse en Principiantes , la narración de Carver se vuelve explícita y así pierde intensidad: "Sólo quiero decirte una cosa más, Maxine. Escúchame. Y no lo olvides -dijo-. Te amo. Te quiero pase lo que pase. Y también te quiero a ti, Bea. Las amo a las dos". La generosidad de espíritu obliga a aceptar a Lish como un otro yo de Carver que le permitió al autor alcanzar la perfección o, también, la "especificación fuerte" como él mismo denominaba a la buena literatura. Por paradójico que resulte, las tachaduras permiten descubrir a un Carver esencial. Si la obra del autor se enriqueció gracias a Lish (si Carver es más Carver por eso), eso no disminuye la valía de su producción literaria. ¿Hace falta aclarar que nadie puede sacarle espinas a una rosa invisible? Carver es el jardín de instantes memorables, con flores cortadas incluidas. Gordon Lish ha sido un buen jardinero y como tal debería ser considerado. Por algo existen en las editoriales los cargos de editor y traductor. Mucho depende de ellos el resultado final de un texto que nunca es absolutamente propio. No hay escritor, por más grande que sea, cuya obra no haya sido editada, corregida u observada. Lo admitió entre otros Gabriel García Márquez, al revelar que todos sus textos pasan primero por la mirada atenta de su amigo Álvaro Mutis, poeta y narrador colombiano. Un buen narrador (además) es editor de sí mismo. Carver llegó a escribir y reescribir treinta versiones de un mismo poema o cuento antes de su publicación. Todo buen autor (todo hombre, en realidad) hace de su vida un ejercicio constante de reescritura estética, histórica y moral.

La figura luminosa de Raymond Carver sigue reinando. Sus lectores incondicionales tienen ahora dos nuevas razones para ahondar en su obra. La primera es el libro titulado Sin heroísmos, por favor (Bartleby Editores, con prólogo de Tess Gallagher), que reúne poemas, ensayos y otros escritos aparecidos en revistas y diarios. El título alude a una carta de Chéjov donde el autor ruso postula que para escribir bien no hace falta viajar al ártico y caer de un iceberg. "Mis personajes no son héroes -advertía-. Comen sopa de repollo, se pelean con la mujer y luego van a dormir." Carver afirmó que al leer eso empezó a ver las cosas de otro modo.

El más reciente regalo para los amantes de la inigualable voz carveriana es la publicación de Todos nosotros , una antología bilingüe de su obra poética. En esos textos vibrantes se revela quizás el Carver más auténtico, un hombre que siguió haciendo poesía pese a la dolencia terminal que puso plazo fijo a su existencia. El carácter autobiográfico de la mayoría de los poemas narrativos no debe confundir. La "sinceridad" que emana de ellos encubre el depurado oficio de un escritor convencido de que la poesía no debe significar sino ser. "Ray lograba que lo extraordinario pareciera habitual -resume Gallagher en el prólogo-. También sabía algo esencial: el poema no es simplemente un recipiente para los sentimientos que deseamos expresar. Es un lugar para ensancharse y ser agradecido, para hacer lugar a los acontecimientos y a las personas que llevamos en el corazón. Se propuso apenas decir eso y, claro, así lo hizo."

© LA NACION

Nota a Caparrós

Publicado por Lisandro Gallo , jueves, 3 de junio de 2010 16:37

Ya que estuvieron viendo parte de El interior en el Teórico, les linkeo un post de mi blog para que vean una entrevista interesante: Caparrós habla sobre el proceso de escritura del libro.

http://papelesderuta.blogspot.com/2010/04/caparros-entrevista-ayuda-para-el.html

Ese es el link.

Que lo dsifruten.

Saludos

Cuento para pensar la etnografía

Publicado por Lisandro Gallo , lunes, 24 de mayo de 2010 18:04

Como lo había anunciado Claudia en el último encuentro, acá está el cuento de Sylvia Iparraguirre:

El dueño del fuego (del libro "El invierno de las ciudades")

La mañana ya había empezado con un pequeño malestar. O por lo menos esto es lo que la ordenada mente de la doctora Dusseldorff pensaría más tarde al salir del aula. El edificio era antiguo y frío; altísimas persianas de hierro dejaban pasar como a desgano esa ambigua claridad del invierno que obligaba a encender las luces, a no mirarse las caras, a hablar sin levantar la voz. En un rincón, el portero forcejeaba con la estufa a kerosene. Los asistentes a la clases de etnolingüística de la doctora Dusseldorff, en efecto, hablaban sin mirarse, en voz muy baja.

—¡Coño! —dijo el portero—. La estufa exhibía un mecherito desarticulado y anacrónico. Una llama azul aparecía y desaparecía con pequeñas explosiones intermitentes. De golpe se apagó. Todos miraron a la doctora. El portero se levantó y dijo—:Ya vuelvo, voy hasta mi casa y traigo la mía. No se nos vaya a enfermar el aborigen.

El pronombre reflexivo o algo en el acento español del portero provocó discretas sonrisas entre los lingüistas y antropólogos. La clase, Lengua y Cultura del Chaco Argentino , debía comenzar en unos minutos. Se contaba con un indio: el toba Marcelino Romero. No podía tardar. Considerando que viajaba desde Villa Insuperable, el trayecto le llevaba poco más de una hora.

A las diez y media en punto apareció en la puerta del aula. Era bajo y corpulento con una convencionalmente inexpresiva cara de indio. El pelo, renegrido y largo, contenido detrás de las orejas. Su aspecto era muy pulcro; llevaba medias y alpargatas. Murmuró un saludo y se dirigió a su asiento, a un costado del escritorio de la doctora. Sobre el pizarrón, un cuadro repetía en griego y castellano, la leyenda: "El hombre es la medida de todas las cosas". La doctora salió del aula. Cuando volvió, escoltada por el portero y el antropólogo de la cátedra, ya era, definitivamente, la doctora y profesora Brigitta Inge Dusseldorff, de la Universidad de Mainz, especialista en lenguas amerindias, cuya tesis Einige linguistiche indizien des Kurtunwandels in Nordost-Neuquinea (Munchen, 1965) había impresionado vivamente a especialistas de todo el mundo. Otro de sus trabajos, Der Kulturwandel bei de Indianen des Gran Chaco (Sudamerika) seit der Konkista-Zeit (Mainz, 1969), era fervientemente citado por los alumnos de la Facultad quienes deseaban desentrañar algún día sus profundos conceptos. La doctora Dusseldorff era alta, huesuda, de pelo muy corto; anteojos y pies enormes. La universidad argentina se conmovía con su presen-cia. El portero, un paso detrás de ella, no le llegaba al hombro.

—Gracias —-dijo en correctísimo castellano—. Puede retirarse.

Todos se acomodaron en sus asientos; el antropólogo también. La clase comenzaba.

—La clase anterior —dijo la doctora a quien le gustaba ir directamente al punto—, habíamos llegado hasta la parte de caza y pesca, armas e imple-mentos ¿verdad?

Todos dieron cabezadas afirmativas.

—Bien, hoy no usaremos cintas grabadas —dijo la doctora—. Vamos a retomar con el propio informante la parte correspondiente a pesca. Por favor, señor Marcelino, ¿cómo se dice "pescar"?

El indio los miró, después miró inexpresivamente la pared y dijo:

—Sokoenagan.

—Muy bien. Así que esto es "pescar".

El indio sacudió la cabeza. —No —dijo— .Yo voy a pescar.

—Ah, bien, la primera persona verbal. Entonces, usted va a pescar —lo señaló pero el indio no dijo nada—. Bien, pero, ¿cómo se dice "pescar"?, solamente eso.

—Sokoenagan —dijo el indio.

La doctora quedó con el bolígrafo en alto.

—Intentemos con la tercera persona. ¿Cómo decimos "él pesca"?

—Niemayé-rokoenagan —dijo el indio.

—Perfectamente —dijo la doctora y se explayó en consideraciones fonéticas—. Durante los siguientes veinte minutos la clase avanzó muy lentamente.

—Recapitulemos —dijo, por fin, la doctora— .Pescar: sokoenagan; yo pesco: sokoenagan; tú pescas: aratá-sokoenagan; él pesca: niemayé-rokoenagan. Existe una glotalización con valor distintivo en…

El indio decía que no con la cabeza. Parecía que lo recapitulado no era correcto.

—¿Cómo? —dijo la doctora.

—Está sentado, todavía no fue —dijo el indio—. Hubo un breve silencio.

—Un tiempo continuo o un elemento espacial en la conjugación —avisó la doctora a la clase—. Explíquese —dijo severamente—. Por un momento pareció que iba a agregar "buen hombre" pero no fue así.

—Está sentado, pero todavía no fue a pescar. Está pensando —dijo el indio—, está pensando en ir a pescar. Lo estoy viendo cerca.

Alumnos y profesores se movieron inquietos. El informante no facilitaba las cosas hoy. Una de las alumnas intervino con evidentes deseos de coincidir con la doctora Dusseldorff. Era la alumna más adelantada. Había tenido la oportunidad de hablar a solas con la doctora y se había mencionado la posibilidad de una beca; hasta, quizás, un viaje a Alemania.

—¿Podrá ser, tal vez, un subsistema de presencia/ausencia del objeto nom-brado?

—No creo que sea el caso —dijo con frialdad, la doctora.

El antropólogo, joven, pálido, de traje y bufanda, con experiencia de campo, intervino:

—Permítame, doctora. —Era un hombre que sabía manejarse con los indios.—¿Qué querés decir cuando decís que lo estás viendo, Marcelino? —El antropólogo tuteaba al toba aunque debía tener veinte años menos. La doctora aprobó con una inclinación de cabeza la eficaz intervención masculina.

—Si no lo veo, digo de una manera distinta —dijo el indio.

Y agregó:

— Pero no pesca; va a ir a pescar.

Hubo un suspiro de alivio general. El antropólogo daba explicaciones a unas alumnas sentadas a su alrededor. Fumaba elegantemente . Conocía las últimas corrientes teóricas; sin embargo, añoraba la época de la Antropología Clásica y soñaba con reeditar a uno de aquellos refinados y eruditos dandies ingleses, capaces de internarse en lo más profundo y salvaje de la jungla, todo por la ciencia. Él mismo, ya había estado en el Impenetrable. Esto le otorgaba una secreta superioridad sobre la doctora, que sólo había trabajado con estadísticas, lenguajes procesados y computadoras. Los murmullos se generalizaron.

—Muy bien, Marcelino, —dijo el antropólogo—. Su tono contenía un premio.

La clase continuó. El indio permanecía sentado, inmóvil; la espalda, recta, no tocaba el respaldo de la silla.

—Pasemos a la caza —dijo la doctora, acomodándose los anteojos. El antropólogo sintió nuevamente que le correspondía tomar la palabra.

—Vos salías a cazar con tu abuelo. ¿No, Marcelino?

—Sí —dijo el indio.

—¿Había algún rito… —el antropólogo titubeó—, quiero decir, alguna reunión alguna ceremonia, antes de que fueran a cazar? Tu abuelo, ¿qué decía de esto?

—No —dijo el indio y miró vagamente a su alrededor.

Se produjo un corto silencio. La doctora intervino. Manifestó tu interés en preguntar sobre la terminología referida a la caza. El antropólogo estuvo totalmente de acuerdo. Pero antes de que la doctora pudiese formular la primera pregunta, el toba, inesperadamente, comenzó a hablar. Hablaba en voz baja, con la mirada clavada en el piso. Explicó la enfermedad que se podía contraer por maleficio del animal perseguido. Él se había enfermado de ese modo. La ciudad se parecía a la selva, dijo. Allá había que cuidarse de los bichos; acá hay que cuidarse de la gente. Recordó a su padre y a su abuelo, cuando lo llevaban a cazar. Ellos le habían enseñado cómo hacerlo. Pero él, después, había querido venirse. Salir del Chaco, de la tierra firme, y venirse, porque se había peleado con el capataz que era paraguayo y les daba trabajo nada más que a los paraguayos. No a los hermanos tobas, no a los argentinos.

La última palabra sonó extraña en el aula. Los presentes miraban al indio como si acabara de decir algo fuera de lugar, o como si empezaran a descubrir en él una cualidad que antes no habían percibido. En el aire flotaba una observación notable: ese indio era argentino.

—Me fui un domingo a hablarle —proseguía el toba. No había variado su actitud y su mirada permanecía fija en el suelo—. Y me pelié. Trabajábamos toda la semana, no había domingo.

Estudiando su cuaderno de notas, la doctora dijo:

—Creo que nos vamos del tema. No se trata de historia personal sino de reconstrucción cultural. Miró al antropólogo que acudió otra vez en su auxilio.

—Está bien, Marcelino —dijo el antropólogo con cierta advertencia en el tono de su voz; tenía experiencia de campo y sabía cómo hablar con los indios—, está muy bien —ahora parecía dirigirse a una criatura—, pero queremos que nos cuentes cuando ibas a cazar; qué armas usabas, cómo se llamaban, ¿te acordás? Vos tenías dieciocho años cuando te viniste del Chaco.

—Sí, me vine —dijo el indio—. Yo no quise entrar en la transculturación. —Como llevadas por un mismo impulso, todas las cabezas se inclinaron; se tomó nota de esta palabra tan correctamente asimilada por el toba—. Yo reboté porque me pelié con el capataz. Llovía y mi abuelo y yo, entreverados con los otros, cargamos los vagones con los fardos, aunque llovía. Entonces me pelié y me vine a la ciudad, al Hotel de Inmigrantes; pero la pieza era muy chica, todo era muy chico. Uno quiere ver campo y no. Ve nada más que ciudad, por todos lados.

La clase estaba en suspenso. La doctora, impaciente, miró al indio y dijo con tono autoritario:

—Vamos a continuar con implementos y armas, pero antes probaremos con dos palabras para retomar la parte fonética. —Miró otra vez al indio—. ¿Cómo se dice "pez"?

El indio suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla; después, metió las manos en los bolsillos del pantalón y cruzó una pierna sobre otra. No pareció un gesto oportuno en el contexto de la clase. Miró de frente a la doctora.

—Naiaq —dijo.

—Bien, entonces podríamos establecer: sokoenagan naiaq; yo pesco un pez. Observen que hay dos nasales en contacto —dijo con algo que podía parecerse al entusiasmo, la doctora.

—Sí el pez está ahí y yo lo veo, sí —interrumpió el indio—, si no, no. —Todos lo miraron—. Hay otra forma —concluyo, finalmente, el toba.

—¿Cuál? —preguntó la doctora Dusseldorff. Sus ojos se habían achicado detrás de los enormes anteojos.

—Lacheogé-mnaiaq-ñiemayé-dokoeratak —dijo el indio—. Algunos de los pre-sentes creyeron advertir una sombra de sonrisa en su cara pétrea, pero sus ojos estaban serios y fijos.

—Parece que el informante no está bien dispuesto hoy para la parte lingüística. Si quierre, profesorr podemos continuarr con implementos y armas —dijo la doctora, marcando tremendamente las erres.

Todos se relajaron. Sería lo mejor. La clase en pleno se daba cuenta de que la doctora estaba ligeramente fastidiada. Cuando esto ocurría, su lengua materna subía a la superficie. El informante debía colaborar, de otro modo era imposible organizar adecuadamente la parte fonética.

—Un merecido receso, doctora —dijo, sonriente, el antropólogo—. Todos rieron. Una de las alumnas se ofreció para traer café. El antropólogo y la doctora se retiraron a un rincón, a hablar en voz baja. Dos estudiantes se acercaron al indio que permanecía sentado en la silla.

—Andá al punto, Marcelino, no te vayas por las ramas que esto va a durar todo el día.

Le ofrecieron un cigarrillo y el toba aceptó, pero no se levantó de su silla. Cada tanto, un rápido parpadeo le modificaba la expresión.

—Así que la ciudad no te gusta —le dijo uno de los estudiantes—, sin embargo, vos acá podés trabajar y mantener a tu familia. ¿No Marcelino? Estás mejor que en el Chaco.

El indio dijo que sí con la cabeza. Miraba la punta del cigarrillo:

—Pero cuando uno quiere ver el campo, ve nada más que ciudad —dijo—, por todos lados ciudad.

Diez minutos más tarde, el antropólogo golpeó las manos académicamente.

—Continuamos —dijo.

Mientras todos se ubicaban, él mismo salió y se dirigió a Arqueología. Cuando volvió a entrar traía, dos arcos, varias flechas, tres lanzas de diferentes tamaños y un lazo hecho de fibras vegetales con complicados nudos en los extremos.

—Bueno, Marcelino —dijo el antropólogo, colocándose frente al toba—, reconocés estos elementos, estas armas…—Sostenía el arco y las flechas delante de los ojos del indio. Desde la silla, el toba miró los objetos. Levantó una mano y tocó con la punta de los dedos el arco. Bajó la mano.

—Sí —dijo—, sí.

—¿Alguno te llama la atención en forma especial? —continuó preguntando el antropólogo—. El indio tomó una de las flechas, la más chica, sin plumas en el extremo.

—Ésta es una flecha para pescar.

—Perfectamente. ¿Se utiliza con este arco? La clase pasada dijiste que tu abuelo tenía todas estas cosas guardadas en su casa.

De repente, el indio se puso de pie y se inclinó sobre el antropólogo. Todos se sorprendieron: el antropólogo dio un brusco paso hacia atrás.

El indio le habló en voz baja.

—Por supuesto, Marcelino —el antropólogo intentaba reír—, por supuesto. Marcelino pide permiso para quitarse el saco y estar más cómodo para reconocer el arco —informó a la clase.

Se oyeron unas risas aisladas, nerviosas. La doctora, completamente seria, anotaba algo en su libreta de apuntes. El indio colocó cuidadosamente el saco en el respaldo de la silla. Después tomó el arco. En las manos del indio, el arco dejó de ser una pieza de museo y se volvió un objeto vivo. Sus manos, anchas y morenas, lo recorrían parte por parte. No había ninguna afectación en ese reconocimiento. Su disposición era la de alguien que sabe muy bien lo que va a hacer. Con una mano sostuvo el arco y con la otra tomó las flechas.

—Esta es de caza —dijo sin dirigirse a nadie—. Paradójicamente se veía mucho más corpulento sin el saco. Su cuello y sus hombros eran poderosos. En su frente, inclinada para observar mejor los objetos, se marcaba una vena desde el entrecejo hasta el nacimiento del pelo. Todos lo miraban con curiosidad. No parecía el mismo que hacía unos minutos contestaba pasivamente las preguntas de la doctora.

—Y ésta es la de guerra. —Al decirlo el indio miró al antropólogo. La flecha que sostenía era la más grande, con un penacho de plumas de colores en el extremo—. Mi abuelo decía que Peritnalik nos mandaba a la guerra a los hermanos. —Miró otra vez al antropólogo y después a todos; antes de que el antropólogo hablara, dijo—: Peritnalik, Dios, El Gran Padre, el que manda los espíritus a la llanura del indio.

Algunos tomaban notas. La mayoría clavaba una mirada ansiosa en el toba. No podía decirse que estuviera haciendo nada impropio, pero algo había en su manera de pararse y de tomar el arco que sobrepasaba los límites de una clase en el Instituto. El antropólogo se había sentado cerca de la puerta, a un costado del indio, y lo observaba. Trataba de aparentar interés pero era evidente que estaba algo desconcertado e incómodo.

El toba, con una destreza sorprendente, tensó la cuerda y la amarró al extremo del arco. Todos los ojos estaban fijos en sus manos. Una ligera inquietud se pintó en las caras. En realidad, nadie conocía bien a ese indio. Habían dado con él por casualidad y había resultado particularmente oportuno para ilustrar las clases de la doctora Dusseldorff. Como para retomar el hilo perdido de la clase, el antropólo preguntó:

—Cómo se dice "flecha", Marcelino.

El indio levantó bruscamente la cabeza.

—Hichqená —dijo.

—Podemos establecer una comparación con la terminología mataca que…

El antropólogo debió interrumpirse. El indio, con las piernas separadas y firmemente plantado, tensaba el arco como probándolo. Una parte de su pelo, renegrido y duro —de tipo mongólico, pensó automáticamente el antropólogo—se había deslizado de atrás de su oreja y se le caía sobre la cara. La mano oscura alrededor de la madera se veía enorme. Una energía insospechada hasta entonces —en las clases anteriores el indio había permanecido siempre respetuosamente sentado en su silla— irradió su cuerpo, una fuerza recíproca entre su brazo y la tensión del arco, una especie de potencia masculina, en fin, que fastidiaba especialmente a la doctora Dusseldorff, habituada a las jerarquías asexuadas de la ciencia. Con voz gutural, el toba dijo:

—Kal'lok —y repitió más fuerte—, Kal'lok.

Nadie anotaba ya las palabras. Con una agilidad que dejó a todos en suspenso, el indio se agachó y tomó una flecha, la más larga, con el penacho de plumas. El antropólogo se levantó de su silla. Estaba pálido. La doctora había dejado su cuaderno de notas sobre el escritorio.

—Creo que no es necesario…—empezó a decir.

—¡Ená…! ¡Ená…! ¡Peritnalik! —la voz profunda del toba retumbó en las paredes.

Varios cuadernos de notas cayeron al suelo. El indio había colocado la flecha de guerra en el arco y volvía a tensar la cuerda. Había quedado de perfil a la clase y en esa actitud era muy fácil imaginar su torso desnudo, como en un sobrerrelieve. La flecha ocupaba exactamente el vacío de la tensión. Su punta alcanzó casi la altura de los ojos del antropólogo . La doctora tenía la boca abierta.

—Hanak ená ña'alwá ekorapigem ramayé mnorék, ramayé lacheogé, ramayé pé habiák…—murmuró la voz ronca del indio. Estaba inmóvil. Sólo sus ojos describieron, lentamente, un semicírculo que los abarcó a todos. Algunas cabezas iniciaron el movimiento de ocultarse tras la espalda de los que tenían delante. En el fondo del aula, una chica se puso de pie.

—Kal'lok —dijo el indio.

El silencio pesó como una losa.

El toba bajó, despacio, el brazo y destensó el arco. Con delicadeza sacó la flecha y la colocó junto a las otras. Apoyó el arco en el respaldo de la silla. Retiró el saco y se lo colgó del antebrazo.

El aula, de a poco, empezó a cobrar vida. Hubo carraspeos, personas que se inclinaban buscando en el suelo sus cuadernos de notas, algunas toses aisladas. El antropólogo, todavía pálido, encendió un cigarrillo y se aproximó al indio.

—Perfectamente, Marcelino, perfectamente —dijo.

Esto devolvió a la clase su capacidad de expresión. En general, se intentaba averiguar quién había tomado notas. Recorrió el aula la información de que lo dicho por el toba había sido una oración a Peritnalik. Algo como "…el dueño del fuego, el dueño de la noche y de la selva…" y también algo más, pero no se podía asegurar.

Rápidamente, se reunió el dinero con que se pagaba la colaboración de Marcelino Romero. Uno de los alumnos se lo entregó sin mirarlo.

El antropólogo y la doctora Dusseldorff salieron últimos. La clase no había sido satisfactoria. Consideraban, académicamente, la posibilidad de conseguir otro informante. Tal vez un mataco con mayor disposición. La buena disposición es fundamental para los fines científicos.

la vendedora de rosas

Publicado por Claudia Risé , lunes, 17 de mayo de 2010 15:47

A propósito de la película que miraremos juntos mañana, les acerco una riquísima entrevista a su director, Víctor Gaviria, en la que se explaya, entre otras muchas cosas, en el proceso creativo y plantea muy provocadoras ideas sobre lo que entiende por "ficción".
Espero lo disfruten y les sea útil
claudia

Entrevista concedida por el director de La vendedora de rosas a Fernando Cortés, quien prepara un libro sobre el tema.

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Imaginate que yo salí de bachillerato del Calasanz, un colegio de varones de Medellín, como a los 17 o 18 años, y entonces le pedí a mi papá de regalo de grado los dos tomos de Aguilar con todos los cuentos de Hans Christian Andersen. Mi papá me regaló esos libros que venían empastados en cuero; me parecieron divinos. Fueron los primeros libros serios de literatura que yo tuve en mi vida. Seguramente había leído a Andersen de pelao, no lo recuerdo bien. Pero eso no importa. Lo importante fue cuando salí de sexto, porque era el primer escritor que leí en serio, todo, de principio a fin. Lo que pasa es que yo estoy muy vinculado a Andersen desde pelao por El soldadito de plomo. Mi primer recuerdo de la infancia, cuando estaba por ahí de cinco años, es que en la casa todo el mundo se puso a vomitar, y mi papá nos cogía a cada uno y nos ponía a vomitar en los baños; entonces todos los baños se llenaron de gente vomitando, porque nos habíamos intoxicado con el almuerzo, y la intoxicación se debía a que habían encontrado un soldadito de plomo en los fríjoles. Me acuerdo de eso y creo que yo fui el que puso el soldadito en la olla de los fríjoles. Tengo la idea de que fui yo. No sé por qué, no lo recuerdo. Pero sí recuerdo que en la casa jugaba con unos soldaditos de plomo, los colocaba en la baldosa, los ponía filados y, luego, con otro niño, un amiguito mío, jugábamos a tumbarlos, disparándoles con canicas de cristal. Entonces cuando después leí El soldadito de plomo, el cuento de Andersen, siempre lo vinculé a ese recuerdo, a un recuerdo de un peligro muy grande en la casa, en la primera casa donde viví.

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Mi papá se llamaba Emilio y nació en Liborina, Antioquia. Era médico. Él murió hace como diez años. Yo iba al consultorio a visitarlo y él estaba ahí con todos sus aparatos. Se había especializado en radioterapia para el cáncer y las enfermedades de la piel. Llegó a Medellín como llegaron todos los hijos de las familias pudientes de los pueblos de esa zona del occidente del departamento, que tenían fincas por Santafé de Antioquia y más o menos recursos para mandar a sus hijos a estudiar. Después se casó con Fabiola, mi mamá, y nacimos nosotros, ocho hijos, ocho hermanos. Nosotros vivíamos en el barrio La Floresta, como por el centro de Medellín, por Bomboná con Villa, un barrio de casas viejas de tapia. Vivíamos en una casa a donde mi papá nos había llevado cuando teníamos como cuatro o cinco años, y mi papá se iba de viaje para una zona selvática de Caucasia, una zona tenaz de colonización; cuando regresaba siempre nos traía una tatabra, una guagua, a veces micos, animales muy exóticos, y unas matas que siempre nos tunaban, por lo que nosotros vivíamos rascándonos, con las manos llenas de verruguitas. En la casa teníamos una pecera y un perro muy lindo, me acuerdo de que se murió cuando tenía seis años, la misma edad que la mía. Yo había nacido en un mundo lleno de hermanos, y tenía dos hermanas, muy lindas, de las que vivía superenamorado, eran mis amores de toda la vida; ellas me llevaban a todas partes, y yo siempre estaba detrás de ellas, pendiente de buscarlas, de dormir con ellas, de conversar con ellas, siempre admirado de lo que eran y hacían ellas. Sin embargo, también mantenía unas relaciones muy lindas con mis demás hermanos, especialmente con los menores, con los que jugaba todos los días hasta que cumplimos los seis años y entramos al colegio. Eso fue el acabóse. Fue un trauma porque en la casa vivíamos muy chévere. Una casa de rejita, de un piso, con jardines y donde había un parque muy hermoso, con árboles y senderos, donde todos los días eran sábados y todos los días salíamos a montar en bicicleta. Mi mamá, Fabiola, que está viva, recuerdo que en esa época era muy bonita —hoy sigue siendo más bonita todavía—, se iba para el centro y a nosotros nos dejaba en la casa. Ella se iba para el comercio, de pronto a visitar a las amigas, a comprar cosas, y volvía por allá a las siete de la noche, siempre con un regalo para nosotros: una canica, una pelota, un pito... cualquier cosa. Una vez fuimos a temperar a una finca, a pasar el diciembre con los primos González, que eran unos acordeoneros, unos parranderos de miedo, que vivían en una rasca eterna, y ahí conocí a una primita, una primita lejana, una primita tercera que tenía como nueve años y se llamaba Ángela. Una primita bella, bella, bella. Entonces yo me le declaré en enero y ella me dijo que sí y nos dimos besos en una manguita...

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De toda esa etapa de mi vida, el momento más importante fue cuando me regalaron los libros de Andersen, porque en ese momento decidí escribir. Parece una bobada, pero eso le cambia la vida a uno. Yo, que nunca había escrito nada, dije: «Me voy a poner a escribir». Me situé en una pieza de la casa, que era calorosita, mantenía las persianas cerradas, prendía una lamparita y ahí estudiaba, leía y escribía. Entonces empecé a hacer cuadernos, tenía un diccionario de sinónimos y me ponía a hacer descripciones de las cosas y a darme cuenta, por ejemplo, de que no conocía muchas palabras, que cómo se llama esto, que cómo se llama aquello, y me las aprendía, pero después se me olvidaban. Todavía se me olvidan. Las aprendo, las anoto y después de un tiempo se me olvidan. Yo decidí dizque escribir, ¿cómo te parece? Y practicar y aprender. Leí muchas cosas en esa época, pero no estaba preparado para escribir. Me tocó así, de un momento a otro, pero yo qué iba a escribir, hermano. Obviamente hice muchos intentos. Escribí muchos poemas y prosas, pero todos supermalos porque ese es un aprendizaje muy largo y muy difícil. Pero yo estaba muy animado, claro, de haber encontrado algo que me gustaba. Vivía más contento que el putas. Lo que sí no sé es de dónde me vino la goma por el cine. De pronto por mi papá, que en ese entonces filmaba con un grupo de amigos. Mi papá no era muy creativo: solamente filmaba la casa, por dentro y por fuera, las primeras comuniones, los aniversarios y a nosotros; cuando niños siempre veíamos eso: mi papá apagaba las luces de la sala de la casa y veíamos esas películas; imaginate, para uno eso era divino, era una cosa muy fuerte. Son cosas que uno no está esperando, que aparecen sin uno darse cuenta, muy inconscientes, que uno no prevé para nada. ¿Por qué el cine? Seguramente por eso de mi papá. Yo la verdad llegué al cine por casualidad. El destino de las cosas es tan raro, que se impone y llega como por coincidencia. Yo entré a estudiar sicología a la Universidad de Antioquia, pero quería ser escritor, y de un momento a otro se me apareció el cine sin quererlo ni nada.

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Imaginate que empecé a hacer unas historiecitas con actores de un grupito de teatro infantil, pero no me gustaron; entonces me fui a un colegio y casualmente encontré a unos niños, con quienes hice unas peliculitas: El vagón rojo y La lupa del fin del mundo. Me encantaron la naturalidad, la espontaneidad, la frescura de estos muchachitos. Se supone que en ese entonces yo escribía poesía en Acuarimántima, con José Manuel Arango, una revista a la que me habían invitado a escribir, pero entonces por esas casualidades de la vida seguí haciendo cine. Afortunadamente, porque escribir es muy difícil. No sé. Esta era otra forma de comunicación donde yo podía preguntar, hablar de las experiencias de los mismos actores. Me gustaba que hablaran de una manera coloquial, que no fueran diálogos teatrales ni de cine, sino frescos, que dijeran las güevonadas así, normal. Entonces hice ese par de peliculitas en superocho. La lupa del fin del mundo era un recuerdo de colegio, de cuando ocurrió la vaina de Cuba, la vaina entre Kennedy y Kruzhchev que suscitó un amago de guerra mundial. Era lo que vivían los niños ese día, con todos los rumores de que iba a llegar el fin del mundo. Son unas peliculitas que yo tengo todavía, unas cosas muy rudimentarias, en las que nos acompañaba Luis Alberto Álvarez durante el rodaje y en las que se ven los pelaos y los recreos. Hacer cine en esa época era muy barato. Sinceramente, hacer una película valía como 25 mil pesos. Era como quien dice gastarse ahora unos 300 mil pesos o más; era plata en esa época. Las hacíamos los fines de semana. Durante la semana yo estaba en la universidad, pero todas las tardes ensayaba con los pelaos, me reunía con el camarógrafo y hacíamos el guión y rodábamos los fines de semana; además nos tocaba conseguir la plata para darles el almuerzo a los pelaos, para los sánduches y el fiambre, para comprar los rollos, para el revelado y para las ediciones, que se hacían en unas moviolitas manuales que estaban de moda. Todos mis amigos estaban muy interesados en lo que hacíamos, porque a todos les gustaba el cine, aunque éramos más bien curiosos que cineastas de verdad.

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En Medellín había una cinemateca en la que se hicieron unos concursos que se llamaban de cine subterráneo, que duraron dos años seguidos. Entonces todo el mundo andaba con una fiebre tenaz: los pintores, los escritores, los poetas, todos hicieron su peliculita. Concursaron 27 películas, pequeñas, de dos o tres minutos cada una. En esa época Luis Alberto Álvarez había llegado a Medellín y con él se había desatado una fiebre de cine, preparada también por otra gente como Orlando Mora, que escribía una página de cine en El Colombiano. Ya para esa época estaban los Ospina y Caliwood. En cine los paisas no hemos sido pioneros, pues ellos estaban a años luz de nosotros, que ni siquiera habíamos pensado en hacer cine. Nosotros habíamos pensado solamente en ver el cine, en degustarlo y en estudiar a los autores, pero a nadie se le había ocurrido hacer una película. Era la cinefilia. No el cine cine, sino la cinematografía. Entonces, en 1979, crearon Focine, empezaron a hacer concursos y yo me gané uno con el guión Habitantes de la noche; fue como dar el salto, ya con sonidista propio y con todo un grupo. Así conocí a cineastas con experiencia como Rodrigo Lalinde, Elsa Vásquez, el combo de Cali con Mayolo, los Ospina, Palau, y el combo de Bogotá, que tenían unos trabajos ni los hijueputas. Y yo, con mi primera experiencia con actores naturales, hice Habitantes de la noche, un mediometrajito, y ahí me di cuenta de que en esa película hay unas partes que son mejores que otras y que las mejores son las que tienen un guión que está más próximo a la investigación de campo. El lenguaje de los celadores cuando hablan a su manera. Ese actor natural que era el locutor de la emisora llamado Alonso Arcila Monsalve, pues no conseguí un actor profesional sino el propio locutor de un programa que yo oía mucho; la historia es linda cuando está pegada a él, el güevón ahí en la emisora, yo le cogía chistes y anécdotas al hombre, pero claro que con un guión general; esa parte resultó ser una belleza. Lo lindo de la peliculita era ese personaje real, con mucha fuerza. Los actores pueden ser unos pobres y unos arrastrados, pero tienen que tener mucha poder. Hicimos Habitantes en 1983, pero apenas salió en 1985. Luego vinieron Rodrigo D y un resto de trabajos sueltos, un resto, y después ahí sí La vendedora de rosas.

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¿La vendedora de rosas? La empecé el 19 de abril, dejé todas mis cosas y me dije: «Bueno, vamos a empezar esta película hoy». Casualmente comencé ese día, porque fue cuando hice una cita con una pelada que se llamaba Mónica Rodríguez, a quien la había encontrado en la calle coincidencialmente, cierta vez, por una zona donde roban mucho. Yo sabía que ella estaba de ladrona. La vi pasar con una cantidad de pelaítos, ladrones también. Hacía mucho tiempo no la veía y la saludé. Una amiga muy amiga, a quien yo había conocido antes en un internado de monjas. Una niña muy inteligente, que me había servido para un documental, pero que hacía mucho tiempo no veía. Se supone que ella estaba en una especie de proceso de reeducación, para estudiar. Son niñas que pasan por una serie de etapas y después terminan en la universidad. No sé por qué se salió de ese proceso y estaba en la calle, rodando, robando. Una niña superinteligente, pequeñita, menuditica. Entonces le dije: «Voy a hacer una película». Yo ya había hablado con ella de ese asunto, de que algún día íbamos a hacer una película que era La vendedora de rosas y que ella sería la protagonista. Yo le dije: «Voy a hacer la película ya. Entonces qué, ¿cuándo nos vemos?». Le di el teléfono. Ella ya sabía dónde era nuestra oficina y ese día cayó. Entonces nos sentamos a charlar y ese día empezó la película. Le conté la historia, basada en un cuento de Andersen. Yo había hecho una especie de adaptación, como un relato de ocho o diez páginas, de La niña de los fósforos. Era el cuento de una niña que moría en la noche de Navidad a las doce de la noche. Ella moría de frío, abandonada, alucinando con la mamita, mientras que los fósforos se volvían como mágicos. Entonces, tratando de calentarse, empezaba a prenderlos... Así fuimos buscando los personajes. Un día otra niña, Martica, me dijo: «Vámonos para un colegio». Nos fuimos a un internado de niñas de la calle que tenían unas monjitas por allá a la salida para La Estrella. Allá descubrí a la protagonista. Unas monjas muy queridas, no tuvieron desconfianza con nosotros, no sé por qué. De una nos dijeron: «Vea, aquí están las niñas, ¿usted qué va a hacer?». Les contamos la historia, y después las monjitas queridísimas nos dejaban sacar las niñas para ensayar, incluso los fines de semana; las llevábamos donde las mamás, hicimos un casting de muchos meses, porque de todas maneras era una mano de personajes... Después esta misma niña, Martica, me presentó a los niños de la calle setenta, vendedores de bareta y de perico, un grupito de pelaítos, y ahí mismo los enganchamos. Ellos actúan también en la película. En general, el grupo de niñas y de niños se conocían entre ellos. Todo consistía en entrevistar, porque este tipo de películas se hace así, entrevistando a la gente... En todos esos detalles y detalles uno va acumulando y absorbiendo cosas. Ah, nosotros grabábamos en video todo, no sé cuántos casetes, hermano... tanto las entrevistas como los ensayos. Y unas buenas secretarias nos pasaban todo eso; teníamos una mano de páginas, no sé, como 600, de entrevistas y entrevistas. Ahí está todo, nosotros no inventamos nada.

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Yo había conocido a unas niñitas muy hermosas, incluso de ojos azules, monas. Pero de pronto... escogí a la protagonista, la vas a conocer, porque era una niña que tenía una belleza típica, de un mestizaje muy paisa, medio aindiadita, no mucho, tampoco era muy blanca. Era como el punto medio del mestizaje en el cual todos nos podíamos identificar. Era una niña muy dulce que ya tenía un proceso de formación, puesto que las monjas hacen por estas niñas unas cosas muy lindas; les enseñan desde tender la cama hasta bañarse, pues las niñas de la calle son unas niñas muy locas. Además, era buena actriz, me pareció buenísima en los ensayos... Entonces, como a los tres meses de recoger toda esa investigación, nos fuimos para una finca con Carlos Henao y Diana Ospina, y con base en la primera adaptación que yo había hecho escribimos el guión. Tarea que nos tomó unos cuatro días, insertando todas las piezas, articulando todas las historias. La investigación que se hizo sobre el sacol, por ejemplo, era fundamental. Todas las entrevistas que se hicieron hablando con los niños, de qué alucinaban, cómo alucinaban, e interpretando qué significaba todo eso. Ahora, lo que pasa es que yo ya tenía la historia original, a grandes rasgos: se trataba de una niña que el 23 de diciembre estaba vendiendo rosas con las amiguitas y, de pronto, un borracho le regala un reloj. Ella había luchado toda la noche para no desesperarse, para no ensacolarse, pero termina ensacolada con las amiguitas, pues la vence la droga. Entonces llega a la casa muy temprano y cuando llega a la casa, unos muchachos le quitan el reloj y se lo cambian por otro... Sustancialmente, la historia final es la misma, claro que totalmente enriquecida. Esa primera historia, por ejemplo, tenía su estructura de presentación de personajes, el comienzo progresivo de la trama, el desarrollo, y luego hay un momento en que la trama también cambia, por un giro que precipita el final, el desenlace, el clímax y todo eso... Pero todo fue hecho muy instintivamente... Esos libros y esos manuales le ayudan a uno a leer la trama, cuando uno tiene tiempo de verla como al trasluz y de mirar la estructura, pero más bien guiado por la intuición de la historia misma que por otra cosa.

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Toda la preproducción se financió con la plata que nosotros reunimos. Colcultura nos dio 10 millones de pesos. Nosotros conseguimos como 35 millones de pesos, lo que nos ayudó a financiar en esa época toda esa parte. En realidad, nosotros hacíamos al tiempo todas las cosas: conseguíamos la plata y al mismo tiempo hacíamos la investigación, no sólo del relato, sino también del vestuario, de locaciones, de dirección artística. Todo eso al mismo tiempo. Entonces mientras yo trabajaba en la dirección de actores, otra gente entrevistaba a los pelaos, tomaba las fotos, etcétera.

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Llega un momento en que la película se vuelve una gran familia de trabajo. Tenemos la expectativa de cumplir el objetivo de hacer la película, metiendo mucha esperanza y energía; los niños, por ejemplo, que por primera vez iban a poder decir quiénes eran, algo que les hace mucha falta, pues son niños muy poco reconocidos en el mundo. No tienen ningún tipo de reconocimiento. Entonces la película era una forma de que ellos llegaran a ser unas personas íntegras, en el sentido de ser reconocidas. Era una vaina mutua, una conversación, un diálogo lindísimo, de ellos ver cómo vivíamos nosotros, porque de todas maneras ellos se daban cuenta de que uno es un tipo de gente que tiene su familia, su casa, que ha estudiado... Entonces se produce un ensamble y la película se vuelve una cocreación permanente. Como el guión lo hice yo, entonces yo era el que sabía dónde estaban los problemas, qué era lo que había que solucionar, qué era lo que había que buscar; por ejemplo, si necesitábamos algunas anécdotas para darles salida a algunos problemas de guión, yo los exponía y ellos los solucionaban. O sea, desde un comienzo, desde la primera entrevista, ellos empiezan a ensayar, sobre todo los pelaos que uno escoge o ve que van a hacer algún papel. Desde ahí se inicia un proceso de trabajo con ellos como actores frente a la cámara. Nosotros siempre trabajábamos con la cámara, precisamente para eso. Desde un comienzo estaba Javier Quintero, quien hizo la cámara durante esta parte de la preproducción. Nosotros todos los días hacíamos primero una serie de entrevistas para solucionar problemas. O les preguntaba simplemente por preguntarles, porque siempre tengo la ambición de lograr lo más posible del universo de ellos. Uno lee muchas veces guiones, y me aburren porque van por un solo caminito y, además, tienen demasiadas cosas desconocidas a su alrededor. Solamente se van guiando por unos detallitos, pero lo tenaz es tener todo el entorno lo más completo posible. Entonces yo les preguntaba por todo, por todo. Por las mamás. Hablaba con las mamás, iba a sus casas... Todo, todo. Los detallitos... Todo era película, todo es película. Todo se necesita para lograr que sea verosímil, para que te la crean, para que vos estés dentro de un personaje con un entorno; es decir, un trabajo al interior de los personajes, desde el exterior. Todo detalle es importante, ya que le da un sentido de realidad y, sinceramente, hace respetar al personaje. Porque un personaje ficticio está hecho de muchos olvidos de un personaje real, de muchos huecos, de muchos vacíos, que son vacíos no solamente inconscientes sino de desinterés. En mi caso, quiero todo lo que se le ocurre al personaje, sus buenos y malos momentos, cuando no hace nada, cuando logra cosas. Entonces, como te digo, desde el comienzo siempre había ensayos, ensayos que eran como improvisaciones. Bueno, entonces tú estás aquí, llega este man, entra por aquí, tan tan, luego tal cosa. Entonces las improvisaban, y ahí mismo iban saliendo los diálogos, y al mismo tiempo ellos preparándose como actores. Yo los cansaba todos los días, a cada rato, y ellos se aburrían pero hacían el trabajo.

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Vos sabés que nosotros tenemos un arte muy dependiente, diferente del de Brasil y otros países donde la cultura está más empapada de lo popular. Aquí hay mucha diferencia entre la vida popular y la cultura popular y lo que se llama el arte y la cultura con letras mayúsculas. Esa separación tan hijueputa, esa separación, hermano, que hace que a vos te quede muy verraco hacer una película buena, muy verraco. Sí. Esto pasa en el cine colombiano y en la literatura, con buenas excepciones de gente que lo ha logrado, que ha logrado cosas muy buenas. Pero en el cine, que es como un arte tan dependiente, donde nosotros estamos sin posibilidad de mostrar las vainas, sobre todo en este país. ¿No te parece que hay un racismo, un clasismo? ¿Cómo se llama eso? Una especie de clasismo intelectual tan hijueputa, que no da la posibilidad de hacer un cine real. Me parece que la gente hace guiones muy de acuerdo con las películas que ha visto. La inspiración no es la vida misma, sino las películas, y falta, como quien dice, ese aire que lo haga sentir a uno que realmente está acá, estamos acá, comprometidos con la gente de acá. Eso significa mucho. Entonces para tener esto, uno tiene que tener muchos detalles, ¿sí o qué?, puesto que todos los detalles son reales. Incluso los imaginados. Lo que pasa es que los detalles imaginados nacen muchas veces de recuerdos de uno, de vivencias, de literatura, y hay que aprovecharlos también, pero enriqueciéndolos con detalles reales para poder romper esa barrera de aislamiento en que estamos nosotros como cineastas. Es un aislamiento muy tenaz. No sé. Son los detalles, sin exagerarlos tampoco, para no caer en un costumbrismo güevón. Nosotros como cineastas estamos en un mundo y en una cultura muy hermosos, ¿sí o qué?

LA VENDEDORA DE ROSAS: REFLEXIONES SOBRE LOS NIÑOS DE LA CALLE EN MEDELLÍN
«La ficción es el rodeo que hacemos a través de la imaginación, para llegar a la verdad de lo que está aquí mismo, a la verdad de la elusiva realidad nuestra de todos los días...» Reflexiones del director de cine Víctor Gaviria sobre las experiencias vividas en el rodaje de su nueva película, La vendedora de rosas.

Víctor Gaviria
Víctor Gaviria (Medellín), director de cine, escritor y poeta. Autor de cuatro libros de poesía: Con los que viajo sueño (1978), La luna y la ducha fría (1979), El pulso del cartógrafo (1987) y El rey de los espantos (1993). Además, ha publicado las obras El campo al fin de cuentas no es verde (1983) y El pelaíto que no duró nada (1992). Ha realizado las películas Rodrigo D, no futuro (1990), Simón, el mago (1992) y La vendedora de rosas (1998).

Fotos de Eduardo Carvajal

1. Película y conocimiento
El conocimiento que se adquiere a través de la realización de una película de ficción es, para empezar a describirlo, un conocimiento intuitivo que se desplaza continuamente hacia casos concretos. En otras palabras, es un conocimiento que no gusta de la abstracción, que escapa de la fijeza y constancia de los conceptos, para pretender vivir en el dinamismo del relato.

Extremando esta propiedad, tendría que contarles aquí la película, secuencia por secuencia, y detalle por detalle, para que ustedes recibieran el conocimiento que sobre los niños de la calle en Medellín nos hemos construido nosotros mismos al hacerla.

Afortunadamente este no es el único camino, puesto que una película se hace contando y pensando al mismo tiempo; acciones e ideas, eso conforma una película, por mala o buena que sea.

La ficción es el rodeo que hacemos a través de la imaginación para llegar a la verdad de lo que está aquí mismo, a la verdad de la elusiva realidad nuestra de todos los días...

La realidad tiene esta doble condición: está ahí, cotidiana, mostrándonos la cara, pero al mismo tiempo es elusiva en sus significados, indescifrable, pared de símbolos que pide lectura y discernimiento. ¿Por qué esta doble existencia de la realidad? Porque la realidad somos nosotros mismos, y nosotros estamos cercados de secretos: verdades acalladas, verdades escondidas, verdades sustituidas por otras, verdades irreconocibles e irreconocidas.

El conocimiento que ofrece esta película estará siempre moviéndose entre la idea y la acción, por lo que me veré obligado siempre a contar anécdotas y peripecias de las personas, al tiempo que trataré de concluir algunas ideas que, en este caso concreto de los niños de la calle, deberían llegar hasta ustedes e interesarlos.

. Lo que logra la ficción

La ficción no está, como el periodismo, detrás de los hechos. La ficción nos pone delante, primero que todo, a los personajes: Leidy, Marta, Mónica, Andrea... Su singularidad y su particularísimo punto de vista. La ficción quiere saber lo que ellos piensan cuando hacen lo que hacen, lo que piensan y lo que sienten los personajes cuando están en escena.

Esta intención coincide con lo que se han propuesto algunos historiadores contemporáneos cuando acuden al concepto de la historia como «historia de las mentalidades». Las conductas y las costumbres tienen de fondo algo que las sostiene y las explica: las «mentalidades», ideas intangibles que se propagan produciendo los hechos.

Sin embargo, la ventaja que incluyen los personajes no es sólo la de los puntos de vista. Este punto de vista cambia y se transforma, puesto que la ficción es un relato en el tiempo. El director de la película no puede juzgar a sus personajes, sino sólo pretender acompañarlos durante el transcurso del relato. Si los juzga, los detiene en su movimiento dramático que parte de algo y busca algo... Su obligación consiste en testificar esta transformación. Esto es ver a los personajes en el tiempo.

Esto significa, además, aprender a ver a las personas con paciencia y permisividad, deteniendo el juicio momentáneo para entender el espacio humano en el que despliegan su vida. La mirada humana sobre una persona no es otra cosa que observarla en el tiempo. Esta ventaja del cine de ficción la deberíamos aprender todos nosotros. Ver a los demás en el tiempo, con su carga inevitable y su sorpresa, aunque su presente sea un problema oscuro sin solución.

Marta, de trece años, pelea furiosamente con su mamá y destruye con las más atroces palabras los últimos puentes que las comunican entre sí, y luego se pasa quince largos días deambulando por el centro de la ciudad, durmiendo en las aceras y sin bañarse, hasta que por fin encuentra las amigas con quienes se instala en una pieza limpia y ordenada, donde ella, por primera vez, hace de comer y reúne el dinero para comprarse una vajilla de loza como la que nunca tuvo con su madre.

Carolina, de nueve años, también se «vuela» de su casa, y va a dejarse tocar por un zapatero que le paga 500 pesos para que no se lo diga a nadie. Pero ahora está en un internado, y habla de estas cosas que ocurrieron hace tantos días extendidos de niña, que pone la cara perfecta de la inocencia reconquistada.

Ellos, los personajes, buscan angustiosamente con los ojos vendados su punto de equilibrio, donde se pongan por fin a la altura de su dignidad. Mejor dicho, de lo que ellos piensan que es su dignidad.

Un vicio triste que es un símbolo más triste

Pocas imágenes pueden impresionar más la sensibilidad de un ciudadano que el gesto del niño que cruza el brazo sobre el pecho para llevarse a la boca un frasco con sacol. Esta impresión, me parece, proviene del hecho de que el gesto supone dos personas, cuando en realidad hay sólo una. La segunda persona está sin estar, se halla presente a través de su ausencia. Por medio de la botella, los niños simbolizan a la madre cariñosa que ya no está por ninguna parte. La madre que transforma por completo el ánimo y el sentido de la vida de un niño.

Como la realidad les ha negado la continuación de esta madre ferviente, ellos se desenvuelven en el tiempo hasta llegar a un momento en que aquel vínculo feliz existió. Hasta aquella época en que los niños vivían a los golpes de la sangre de su madre, fluido milagroso de vida que los alimentaba y los hacía valiosos por sí mismos.

El sacol es, creo, el puente de alivio a través del cual los niños de la calle buscan retornar a su infancia perdida. Pero no escamoteada por el tiempo, como la infancia de los adultos, quienes podemos darnos el lujo de perder la infancia al traspasar «la línea de sombra» de la adultez. Aquella infancia desaparecida de golpe, destruida, arrancada, raptada, robada... cuando todavía se es un niño, cuando todavía no se ha atravesado la luz de la inocencia que hace visible el mundo.

Se trata de un vicio triste que busca restaurar la verdadera infancia de los niños sacoleros, cuando era infancia verdadera; es decir, cuando el niño gozaba todavía de la inocencia, el único regalo impostergable que la ciudad debe dar a los niños: vivir la ilusión del mundo por fuera de la sobrevivencia. Vivir el mundo mágico, lleno de engaños inocentes, y trazar el suave y graduado camino hacia los conocimientos de la muerte, la declinación y la separación...

La infancia de estos niños es el sacol. Ellos han visto su infancia interrumpida abruptamente, y la encuentran tristemente sustituida por el alivio de una borrachera y un viaje (del ánimo) que la aleja de la realidad, igual que si estuviera rodeada de colchones de aire que la tamizan como un sueño. No hay hambre, ni frío, ni soledad...

Los niños de la calle, especialmente las niñas, que pueden ser violadas, prostituidas y embarazadas con otro niño desamparado en segunda generación, recorren durante las horas del día etapas enteras de crecimiento que demoran años en otros niños que han vivido una infancia normal.

Pero, más allá de este alivio, lo interesante es que los «viajes» del sacol se materializan en «sueños» concretos, de los cuales los niños sacoleros prefieren no hablar, tal vez motivados por el carácter intraducible de sus experiencias y su pobreza de palabras.

Los niños y adolescentes sacoleros «sueñan», alucinan y tienen visiones de imágenes pacientemente construidas: ven a su mamá, que está tan lejos, aparecer de pronto para regañarlos e indicarles un camino que ellos odian sin saber la razón... A veces sueñan con la Virgen María, aparición dulcísima, que está suspendida sobre la calle, y les murmura, sin traicionar los labios, palabras de cariño saturadas de dulzura increíble... Luego la Virgen se transforma en la mamita, la abuelita que le ordena dejar la botella de sacol y volver al internado de las monjas... O sueñan que son más altos que los edificios, o sueñan que se hacen tan pequeños que ya nadie los ve ni los persigue... O viendo rostros cambiantes en las nubes del cielo, o con amigos queridos que conversan con ellos durante horas, amables y agradables, riéndose de la gracia absurda de las palabras...

Con todo, también los sueños del sacol pueden ser negros y oscuros: enemigos, «culebras” y «traídos»; paredes cubiertas de sangre: las de los niños heridos en la ciudad durante el último fin de semana, por ejemplo. Sangre de niños que se anuncia, para evitarla.

Los niños sacoleros tienen acumulados todos los años de la infancia: las innumerables capas de asombro petrificadas sobre su rostro.

«La Chinga» es un niño de éstos. No sé cuántos años tiene: ¿diez, quince?... Se le nota una luz oscura en la cara, inversa a la luz de la inocencia que ha perdido a punta de golpes. ¿Qué resulta al invertir la inocencia? Creo que la ironía. Ironía que aleja de la realidad, igual que el sacol, pero conservando los lazos lo suficiente como para que la risa surja y brote, despertando al niño a la cultura de las asociaciones... Ironía que es cultura elegante de la calle.

Cuando alguien le pregunta a «La Chinga» por su falta de zapatos, él responde: «¿Para qué zapatos, si no hay casa...?»

A esta ley oscura de la ironía se opone la luz de las niñas inocentes; la dramaturgia de la inocencia que inventa el espectáculo íntimo de la gracia.

4. El «sueño» de los destinos

Carlos es un niño sacolero de nueve años que tendrá, probablemente, una presencia fugaz en la película. Está rapado y su cara es de indio moreno, ennegrecido el rostro todavía más por el polvo de la calle. Casi no habla con extraños, ni con nadie, acostumbrado a la mudez de la desconfianza.

Pero él nos contó el siguiente sueño, que quedó registrado en video junto a los ensayos de actuación:

«Caliche» soñó ensacolado que, estando en Medellín, se iba volando hasta la casa de su mamá, que quedaba en Urrao, y la buscaba por los alrededores, observando pero sin ser observado, hasta que veía a su hermanito jugando solo, sin nadie, puesto que él mismo se había volado de la casa; y luego buscaba a su mamá por los corredores hasta que la encontraba en la cocina. Ella lo veía al entrar, lo saludaba por el nombre y luego le ponía un «destino», es decir, le mandaba a hacer alguna cosa: traer leña, traer agua, encerrar la vaca con su ternero.En Antioquia, destino significa «trabajos de la casa para hacer»...

Cuando converso con los niños sacoleros, me confunde la aparición de algunas frases inconexas que parecen querer expresar la súplica y la rabia por haber perdido el camino que trazaba la madre, porque al principio de la infancia, la madre los guiaba y les daba un destino en el mundo. Los niños sacoleros necesitan volver a escuchar los destinos que les dictaba su madre.

Los niños de la calle están perdidos en el tiempo de la ciudad, sin el legado de estos destinos elementales: traer agua o leña, perseguir la vaca, ser valiosos para algo grande como la casa.

5. La rebeldía contra las causas

Marta Cecilia Correa es una niña de catorce años, que tiene los ojos tan grandes y vivaces que disimulan, hasta hacerla insignificante, una cicatriz en la mejilla en forma de cuatro. Este número casual la mortifica. A los lados, y en la otra mejilla, tiene otras señales, esparcidas en todas las direcciones, que son las demás huellas de sus días difíciles. Su cara, con el mentón levantado, ha atravesado sus años de adolescencia como si se tratara de un largo accidente.

Este accidente está hecho por lo menos de una decena de heridas en la cara. Un rostro manchado al azar por las peleas mortales que las niñas tienen entre sí, armadas con cuchillos o navajas. ¿Los motivos? Insignificantes, triviales, simulados. En una palabra, intrascendentes, nacidos del azar, como en los accidentes verdaderos.

Y los motivos pueden ser cualquier cosa, porque las niñas de la calle no están molestas con algo en particular, sino rebeladas contra el mismo movimiento del mundo, por una injusticia social tan grande que las ahoga y les impide explicarse...

Creo que nunca he observado una rebeldía tan soberana y tan rabiosa como la que impulsa, a manera de un motor insaciable que no da tregua, a esta niña de catorce años, Marta Cecilia, que será nuestra actriz, un tanto incontrolable. Esta fuerza tira para todos los lados y traza todas las direcciones porque es ciega y su enemigo es todo lo que hay alrededor. Para quien la padece es un poco como estar abandonado al azar de un «carrito chocón», o como se dice en la jerga callejera, ser un «carroloco» que tarde o temprano se «estrellará».

Bernardita Correa, la mamá de Marta, pertenece a una familia campesina de Yarumal, que emigró a Medellín hace 25 años, después de la muerte de su padre, Pascual Correa. Ha levantado sola, en Santo Domingo Savio, a sus tres hijos, que conocen a su papá sólo de oídas. Y para «levantarlos» ha hecho honor a su apellido, educándolos como a ella la educaron, es decir, castigándolos a punta de correa y palo corrido.

Todo iba relativamente bien para ella hasta cuando se encontró con un obstáculo que la venció y le amargó desde entonces la vida: la rebeldía de su hija, que no logra entender ni resolver como buen acertijo que es.

Esto es para mí también un enigma y una pregunta oscura: propongo a ustedes tomarla en serio y tratar de resolverla, puesto que por esta rebeldía insomne y radical muchas niñas y niños terminan separados de sus familias, inventando «películas» en la calle, como ellos dicen, donde el director es el azar.

Marta se fue de la casa hace dos años, para que su mamá aprendiera a respetarla. No le aguantaba más que atentara todos los días contra su libertad: libertad de bailar, conseguir novios y trasnochar... También libertad de estrenar o de ponerse ropa prestada...

Libertades que Marta defiende con un ímpetu justiciero difícil de descifrar. Antes de irse, le dijo a su mamá estas palabras: «Usted no es mi mamá, usted es cualquier cucha; despéguela, señora». Y continuó: «Usted me tiene que aprender a respetar, y para eso tiene que sufrir, vieja hijueputa...»

Y Marta se fue para el centro, a vivir con un grupo de niñas en una pieza alquilada por dos mil pesos diarios. Atravesó todos los peligros de la calle, pero al mismo tiempo ordenó algunas cosas de su vida: tuvo una pieza organizada, cocinó e hizo reunir plata para un televisor y una porcelana de adorno que colocaron encima de un chifonié de madera que ella también había comprado.

A los seis meses su madre encontró la pieza, se la barrió y limpió, e incluso les hizo sudado de carne y papas a su hija y a sus amigas. Antes de irse le hizo entender a su hija que volviera, que ella la iba a respetar en todo lo que quisiera. Que viviera como quisiera, con tal que regresara a la casa.

Quince días antes de conocernos en esta película, Marta volvió a la casa con serenidad, triunfante porque había vencido a su madre y le había enseñado de una vez por todas a respetarla, a no injuriarla, humillarla o castigarla; le había dado la lección de que ella, su hija, era una persona que no se podía ultrajar.

Estuvieron juntas en el centro, vendiendo morcilla y empanadas, reconciliadas y humildes, durante algunos meses; Marta dormía en una colchoneta con su hermano mayor, de quince años, al pie de la cama de madera donde dormían su mamá y el hermanito pequeño. Veía televisión donde el vecino y conversaba con los novios del día hasta las once de la noche, cuando las calles se vaciaban de curiosos...

Durante estos meses Marta tuvo novios de barrio, bailó en las heladerías de barrio, fue de paseo con sus amigos hasta la laguna de Piedrasblancas y jugó basquetbol en las canchas de La Salle, hasta cuando alguien (tal vez ella) botó el balón para toda la tarde...

Sin embargo, ahora se dicen muchas cosas de Marta en el barrio: que se robó una minifalda en un patio vecino, que hirió con una navaja a su hermano, que se besó con unos muchachos en la calle... Su madre lo confirma, pero ella lo niega. Por consiguiente, no quiere vivir más con su madre. Me llama y me dice, seriamente: «Víctor, no me entiendo con mi mamá; voy a vivir en una pieza en el barrio, que vale treinta mil pesos. Quiero que usted me apoye. Voy a coger la pieza con Milena, que es aquella amiga a la que se le fue la mamá de la casa».

Ambas, Milena y Martica, van a cumplir en los próximos meses quince años de edad. Están, como decenas de niñas de los barrios populares, separadas de sus madres y de sus familias por un odio que no han podido comprender; en resumen, andan en busca de una pieza que les reafirme la libertad...

Tal vez Marta salga de su casa en los próximos días, duerma de nuevo en las aceras de la setenta, y vuelva a refugiarse en el sacol y a ser aruñada y perseguida...

Todo esto puede suceder si no resolvemos el enigma de su rebeldía. ¿Qué significa?, les pregunto también a ustedes. Hace algunos meses, a la pregunta constante por su padre, doña Bernardita les contestó a sus hijos inocentemente que él se había ido a Cali, antes de morir, a trabajar con el cartel de la ciudad... Este solo indicio bastó para que Marta y su hermano se sumergieran en el desorden y la rebeldía más completa... Creo que ellos dos son así por no haber tenido un padre verdadero, sino sólo un padre de oídas. Pienso que Martica y su hermano se han rebelado radicalmente por tener una ley sin papá.

La dignidad de Mónica

Conocí a Mónica Rodríguez hace ocho años, es decir, cuando era apenas una niña que vivía interna donde las hermanas de «Mamá Margarita». Allí se destacaba debido a su inteligencia vivaz y a su capacidad para expresar con palabras las observaciones más sutiles sobre su experiencia inédita de niña de la calle.

Las mismas hermanas no salían de su asombro: elocuencia y dramatismo encarnados en una niña menuda que hacía que el mundo pareciera divertido. Gracias a ella fue que yo concebí La vendedora de rosas. Pero el tiempo ha pasado y Mónica ya no tiene ocho años, es una adolescente de 16 años, sólo que durante estos días de no vernos su vida ha dado tantos giros inesperados que, no sabe por qué, ahora es madre de dos niños.

Aunque no existieran las películas ni ningún medio para grabar su vida, Mónica es una persona que nos hace volver sobre ideas abandonadas. Particularmente sobre el heroísmo en la vida, palabra que alude a quienes inventan de la nada sus propios caminos, y que han construido, conversando muy largamente consigo mismas, un criterio y un punto de vista único de las cosas. Mónica es una adolescente que ha recibido todos los azotes de la intemperie, pero debajo de su sombrero deshecho y su pelo mojado, debajo de su cabeza que da vueltas, permanece el criterio de la heroína. Es decir, la vocecita digna y sin renuncia que morirá con ella.

Por muchas razones inevitables, Mónica se fue del lado de las monjas. Al comienzo pidió limosna en la calle y en las plazas de mercado para alimentar a su mamá y a sus siete hermanos, hasta cuando su cambio de niña a mujer hizo que los hombres a quienes les solicitaba ayuda la miraran ahora con malicia y ambigüedad. Se fue también de la casa, ofendida en su orgullo, porque su mamá creyó que ella coqueteaba con su padrastro.

Así las cosas, Mónica hizo un balance de sus opciones y concluyó que, debido a su dignidad, ella no podía seguir pidiendo ni tampoco iba a dejarse tocar y «comer» de desconocidos por el dinero que le faltaba para vivir.

Las niñas que piden o se prostituyen son, en su concepto, personas «cortas de espíritu», pobres de iniciativa y sin respeto por sí mismas, algo muy alejado de su dignidad. Por eso, después de pensarlo durante días en una pieza de pensión, Mónica decidió convertirse en ladrona de la calle, en la mejor de todas, puesto que robar es una profesión difícil.

Creo que pocas veces he conocido una adolescente con tanta inteligencia y talento para cualquier cosa como Mónica. Y también, hay que decirlo, para robar. Los ladrones del centro, veteranos de guerras mortales e inútiles, a quienes ella mira con el rabillo del ojo, la saludan desde lejos levantando el pulgar; son ruidosos, mientras ella les responde débilmente, para no llamar la atención. La razón está en que a Mónica, «La Ratona», todos la respetan y la aprecian por la firmeza de su criterio. «Eso es lo último que se puede perder», dice.

Mónica conoce como nadie la compleja profesión de robar, sus modalidades, sus opciones, sus misterios y sus trucos. Y en ese árbol lleno de ramificaciones ella ha buscado su lugar, de acuerdo con su temperamento. Nadie podría resumirlo mejor que ella.

Pero todo lo anterior lo envuelve con un pensamiento más profundo, que demuestra el alcance de la conciencia de sus actos: ella roba —dice con franqueza— para mortificarles y dañarles el día a los ricos, para agriarles el ánimo; o por lo menos para asustarlos con el mismo susto con que viven los niños de la calle, para que sientan las penas de los que no tienen nada.

Y es que detrás de la rabia de Mónica hay una enorme amargura, que se duele y llora por la suerte que les ha tocado a ella, a Mónica, la niña divertida, a sus hermanos y a su madre la pobrecita: la suerte aplastante de ser pobres, que emborracha su cabeza con preguntas constantes.

Este talento inagotable que se disuelve en rabia vengativa a través del atraco, este pesar hondo y lírico que pregunta por el destino de tantas personas amadas, debería tener, creo yo, un final distinto.

Mónica Rodríguez era ya una actriz cuando la conocí en el internado de las hermanas. Tenía ocho años y se subió a un árbol a contestarme una entrevista. Qué bella imagen, pensé, al ver que me hablaba pasando de una rama a otra.

Jugando a la existencia

Las vendedoras de rosas escogen sus novios y sus parejas de baile de un grupo de muchachos adolescentes, de catorce y quince años, que trabajan en una esquina de la setenta vendiendo cigarrillos de marihuana, y también de los otros... Su apariencia inocente de niños «bien parecidos», dista mucho del cliché del vendedor de drogas. Simpáticos, atractivos por su gracia infantil, ellos también son niños de la calle, aunque viajen cada madrugada, como «gallinaciegas», a dormir en las casas de sus papás o de sus tíos, donde viven somnolientos, a medias, eclipsados como los celadores que duermen todo el día.

A las siete de la noche arriban a la esquina, frescos y radiantes como señoritas, adornados por sus chaquetas americanas que parecen gabanes de lo holgadas, coronados con elegancia misteriosa —¿son niños bien?; ¿no lo son?— por las cachuchas de moda que aparecen en los comerciales; sólo que ellos convierten la moda a su gracia particular de niños de la calle, es decir, de niños suspendidos en el tiempo.

Esta esquina, que aparece tan agitada y variable a los ojos del que cruza y sigue sin parar, es en verdad un lugar bastante confortable y habitable, es decir, un sitio con carácter. Sólo que este carácter es un poco humorístico: el lugar donde se sientan, cerca de la malla metálica de la lavandería, lo llaman «la oficina». A Jaime, un niño espigado de trece años, que se la pasa excitado bordeando la calle, casi siempre ensacolado, sin saber adónde ir ni qué hacer, lo han bautizado «El Alcalde», lo que les produce risa incontrolable. Y cuando alguno se sale de cauce, lo cual es muy frecuente, y perjudica con su conducta la existencia de la plaza de droga, ellos le hacen una rápida audiencia en «la oficina», y luego, con un sentido del humor paródico y violento, lo llevan a la «silla eléctrica», que consiste en una graciosa andanada de pata y coscorrones; después, el acusado se ve obligado a pedir perdón y opacarse durante la noche.

Todos están vestidos con camiseta y bluyines a la última moda, costosos y difíciles de adquirir para un ciudadano normal. Modas estrafalarias, exageradas, tal vez de mal gusto, modas estrambóticas de los desclasados. Ellos usan bluyines de sesenta mil pesos y camisas de cuarenta, porque están de fiesta cada noche de la setenta, iluminados como cuando se ponen frente a las farolas de los autos, eufóricos de estar tan visibles y tan libres en la apariencia de la calle.

Pero es una fiesta humorística porque está hecha de las ilusiones de la noche, no de las del día entero. Uno de ellos, de quince años, moreno pero de cabello aindiado, es conocido por todos como «Chocolatina», y su apellido es «Jet». Tiene el mismo pendiente de cristal que porta Mario Barakus, y he sido testigo de que le brilla intensamente con las luces de la setenta. Dos de sus amigos más cercanos son Elkin, a quien le dicen «Murdoc», también como en Los Magníficos, y Alex, «Pesadilla», que se caracterizan porque siempre llevan los bluyines caídos sobre las nalgas, en un humor involuntariamente cantinflesco, que contamina toda la noche.

Elkin, de catorce años, rubio y buen mozo, de habla dulce y matizada, vive con sus primos en la última pieza de la casa, en seguida de un patio sin construir que, por su olor, ha estado abandonado desde hace meses. «Chocolatina» tiene un papá de 35 años, albañil, bien vestido y apuesto como él, que parece más ingenuo que su hijo; incluso me confesó súbitamente que él no conocía nada de su hijo, que no sabía cómo era su vida. En otras palabras, «Chocolatina» no existe para su padre.

En mi opinión, las noches de estos muchachos son humorísticas porque ellos se saben profundamente inexistentes, porque saben que la calle en la noche los hace existir de manera transitoria, les da la pompa de la existencia.

Pero como precisamente la vida en la calle es un poco irreal, estos niños de la setenta se inclinan a experimentar con dicha irrealidad, a extenderla, a llevarla cada vez más lejos, tal vez con la esperanza de encontrar sosiego en un destino claro de inexistencia.

A cierta hora —¿las diez, las doce?—, dan por terminado el trabajo y comienzan las verdaderas peripecias de la noche, un excitante camino de derivaciones manejado por el azar de la calle. Le compran las pastillas a una señora que vende aguardiente en la cuadra de en seguida, se reúnen en la penumbra de un jardín, y se advierten mutuamente antes de tragarlas: «De ahora en adelante no respondo por mí, y no reconozco a nadie... para que no se me confíen».

Los finales casi siempre son patéticos, pero los comienzos de estas aventuras de «borrar el casete», como ellos dicen con frialdad, constituyen una especie de parodia humorística: atracan a los conocidos, a sus mismos amigos de la esquina, y algunas veces atracan incluso a las mismas vendedoras de rosas, a Marta o a Liliana; la situación es tan ambigua que, vista desde afuera, está envuelta en un absurdo humorístico que los hace reír hasta a ellos mismos... Pero aunque el amigo no lo crea, y se ría, en ocasiones ellos se ven obligados a herirlo con una navaja, para que comprenda que el robo va en serio y que tiene que desprenderse de su plata o sus zapatos...

Hace un mes «Chocolatina» aprovechó una serenata de mariachis, cerca de la setenta, para robarse un maletín que estaba dentro de una camioneta Toyota, con tan mala suerte que fue cogido in fraganti por su dueño. El hombre sacó una pistola del maletín que «Chocolatina» había arrojado debajo del carro, y le disparó repetidas veces, pero el muchacho corrió de espaldas y las balas se alejaron de él. Entonces apareció Elkin, que había estado también en la reunión de las pastillas, y con un palo de escoba se acercó hasta el dueño y lo desarmó de un golpe, y luego lo amenazó apuntándole con el palo, como si se tratara de un fusil.

Pero el señor de los mariachis rescató su pistola y volvió a dispararles, mientras Elkin y «Chocolatina» huían dando los rodeos de los borrachos, las curvas indiferentes de los niños que juegan a existir de mentiras.

Cuando llegaron a «la oficina», se doblaron de risa por el peligro que habían corrido, sobre todo por el palo de escoba que se había transformado humorísticamente en arma mortal. Pero de pronto Elkin se sintió débil, la fuerza de sus piernas lo abandonó y se tuvo que sentar en la acera. Tenía una herida de bala en la espalda, que «Chocolatina» se demoró en creer, hasta que una de las niñas, horrorizada, la descubrió.

Recuerdo que leí alguna vez en Vladimir Propp, el estudioso del cuento maravilloso, que cuando el cuento se llenaba de transformaciones humorísticas quería decir que antes existieron allí los héroes con sus heroísmos. En otras palabras, que donde se lee ahora «Peralta le ganó al diablo con los dados», decía antes «Peralta venció al dragón».

Detrás de los niños de la setenta, que juegan a la inexistencia como ejercicio humorístico e irónico, hay —si lo de Propp es verdad— una docena de héroes infantiles que atraviesan la larga noche de luces tratando de vencer un dragón. ¿Cuál es este dragón?, me pregunto.

Tal vez el tiempo inútil de los niños de la calle que no tienen lugar en este mundo.