La 52 del 2010
Publicado por Emilia , martes, 30 de noviembre de 2010 18:47
No estamos todos, ya subiremos alguna más completa!
CineMigrante - 1° FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE Y FORMACIÓN EN DERECHOS HUMANOS
Publicado por Emilia , viernes, 24 de septiembre de 2010 17:25
Entre el 22 y 29 de Septiembre se realizará el 1° Festival Internacional de Cine y Formación en Derechos Humanos, CineMigrante. Con el objetivo de promover el cumplimiento de los derechos humanos a través del diálogo intercultural y la integración de diferentes culturas, el encuentro contará con más de 53 películas, conferencias, talleres, charlas e invitados especiales que intentarán abordar las migraciones desde una mirada relegada por los estereotipos construidos en los medios de comunicación.
Con entrada libre y gratuita, el Festival se realizará en dos sedes: el Centro Cultural de la Cooperación, Av. Corrientes 1543 y el Espacio INCAA Km 0, Av. Rivadavia 1635.
Con una selección de 53 películas (largometrajes ficción, largometrajes documentales, animación y cortometrajes) provenientes de más de 30 países, el Festival comenzará su primera edición con la proyección en la gala de apertura de “Los que se quedan” largometraje de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman, estreno exclusivo en Argentina.
La programación seleccionada destaca la realidad y el discurso estético del cine africano, latinoamericano, europeo y asiático; habla del diálogo múltiple entre Argentina, América, Europa, África y Asia; de historias de inmigrantes, pero también de emigrantes; de inmigraciones políticas entre estados; de migraciones internas; de migraciones económicas; de corrientes, flujos y caminos; de mujeres migrantes; de hombres migrantes; de niños, de expectativas y de sueños compartidos más allá de las fronteras.
Además de difundir diferentes obras cinematográficas, el festival es un espacio de difusión de los derechos humanos, un marco de encuentro y articulación de organismos que trabajan por el cumplimiento efectivo de los derechos de las personas migrantes.
El evento contará con la presencia como invitado especial del Dr. Javier de Lucas, Director del Instituto Universitario de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia, quien realizó -por encargo de la Comisión Europea- el informe sobre medidas jurídicas contra el racismo y la xenofobia. También participarán de las mesas redondas otros invitados nacionales como el Senador Rubén Giustiniani (promotor de la Nueva Ley de Migraciones vigente en Argentina), el Dr. Raúl Zaffaroni (actual miembro de la Corte Suprema de Justicia), y Horacio Verbitsky (Presidente del CELS).
Las conferencias, charlas y talleres que ofrecerá el festival estarán a cargo de diferentes organismos como el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), el Centro la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el Fondo de Población para las Naciones Unidas (UNFPA), la Comisión de Apoyo al Refugiado (CAREF), el Comité Internacional para el Desarrollo del Pueblo (CISP), la Pastoral de Migraciones del Obispado de Neuquén, ONG El Ágora, ONG Yo no Fui, UNIFEM, Observatorio Social, Instituto Gino Germani, Universidad de Buenos Aires (UBA), Universidad de Lanús (UNLA), el Ministerio de Público de la Defensa.
En estos espacios de diálogo, participarán expositores invitados con gran dedicación en cada una de las áreas de la problemática migratoria.
La programación completa del festival podrá consultarse en www.cinemigrante.org
El otro yo de Raymond Carver
Publicado por Emilia , miércoles, 21 de julio de 2010 9:40
Una nota muy interesante que salió en ADN el 3 de julio de este año, con referencias concretas al cuento que trabajamos en clase, ¿Por qué no bailan?
Literatura / Un clásico original
El otro yo de Raymond Carver
Desde que se publicaron las versiones no editadas de los relatos del autor estadounidense, algunos dicen que su celebrado estilo obedece a las podas de su editor, Gordon Lish. ¿Por qué no dar a cada uno lo suyo?
Noticias de ADN Cultura: anterior | siguiente
Sábado 3 de julio de 2010
Por Luis Gruss
Para LA NACION - Buenos Aires, 2010
Todo empezó un día impreciso de los años setenta. Raymond Carver (1939-1988) estaba de visita en una casa en Missoula, Estados Unidos, bebiendo junto con tres o cuatro amigos escritores. Uno de ellos contó algo acerca de una camarera llamada Linda que una noche se había emborrachado con su novio y decidió sacar al patio todos los muebles del dormitorio. Como si estuviera sonámbula, no se olvidó de la alfombra, de la cama, de la mesa de luz. Uno de los autores presentes en la reunión, casi tan ebrio como la joven del relato, preguntó a medio camino entre el desafío y la broma quién de los presentes escribiría esa historia de almas desesperadas. Carver no dijo nada pero fue él quien lo hizo, cinco años más tarde, cambiando algunas circunstancias y agregando otras. "Por qué no bailan" fue, además, el primer texto que el escritor compuso cuando dejó de beber.
La versión original y sin editar puede leerse ahora en un libro recientemente distribuido en las librerías de Buenos Aires bajo el título de Principiantes (Anagrama). Quien saca los muebles afuera en la ficción no es una camarera sino un hombre solitario y de mediana edad. Por el lugar pasa una joven pareja que frena ante el raro espectáculo porque supone que se trata de una subasta o algo parecido. Los dos bajan del auto y quieren llevarse todo a un precio más bajo que el ofrecido por el hombre. Éste acepta el regateo, echa whisky en tres copas, pone un disco y propone a los chicos que se pongan a bailar. Ellos aceptan y ensayan algunos pasos hasta que el muchacho cae rendido en un sillón. Ella termina bailando y abrazada al extraño (la escena encierra una larvada tensión erótica) y el cuento finaliza en unas pocas líneas más. Antes la joven le dice al hombre: "¿Debés estar desesperado o algo así, no?".
La segunda parte de la historia es más reciente. Un día de agosto de 1998 Alessandro Baricco (el autor de Seda ) leyó al pasar una nota aparecida en The New York Times donde se decía que los memorables finales de Carver se debían a la tijera de Gordon Lish, el todopoderoso editor de Carver (ver www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=213573 ). Baricco fue a Bloomington a visitar una biblioteca a la cual Lish había vendido todas las cartas y textos a máquina de su criatura. Leyó a fondo, comparó, anotó y finalmente comprobó que el editor había eliminado casi el cincuenta por ciento de los originales carverianos y cambiado el final de por lo menos diez de trece cuentos, incluyendo en la lista el mencionado "Por qué no bailan", pero también "Diles a las mujeres que nos vamos" y "Una cosa más", todos compilados en De qué hablamos cuando hablamos de amor .
A partir de la investigación de Baricco salieron los cuervos a graznar. Unos cuantos geniecillos literarios la emprendieron contra Carver. Ahora resultaba que quien llegó a ser considerado el Chéjov estadounidense era un impostor. Los policías de las pequeñas distracciones se esmeraron en encontrarle al autor de Tres rosas amarillas nuevos y cada vez más sucios engaños. El deslenguado Stephen King llegó a decir que Carver nunca había trabajado, que fue mantenido por su primera esposa (Maryann Burk), cuya vida posterior al divorcio se convirtió, según King, en "una bolsa de picaportes que no sirven para abrir ninguna puerta". Dijo también que Maryann (quien ya no vive para desmentirlo) acusó a Carver de haberse vuelto "una puta vendida al sistema" por aceptar que sus cuentos se publicaran con cambios de factura ajena. Tampoco se salvó de los ataques Tess Gallagher, la escritora que acompañó a Carver durante sus últimos diez años de vida, en los cuales dejó de beber y escribió Catedral , acaso su mejor libro de cuentos. Como ocurrió con otras viudas célebres, Tess acabó incriminada por "medrar" con la gloria y la herencia obtenidas gracias a quien fue su talentoso y, supuestamente, vampirizado marido.
Aprendizaje
Consultada hace poco por el affaire Lish, la viuda de Carver habló poco y bien. Dijo que Ray (efectivamente) no se reconocía en los cuentos alterados por el editor pero que no estaba dispuesto a confrontar. A la vez recordó que en un breve texto publicado en la Argentina por la editorial Norma ( La vida de mi padre. Cinco ensayos y una meditación ), Carver mencionó a John Gardner y al mismísimo Lish como sus únicos y excluyentes maestros. Llama la atención que ahora Carver y Lish sean presentados como enemigos acérrimos. Los que deseen profundizar en la cuestión pueden leer el reportaje que le hizo Mona Simpson al escritor sobre cómo fue la vida del "mantenido" Carver durante la convivencia con su primera mujer. "Trabajaba durante toda la noche e iba a clase de día -cuenta allí-. Ella trataba de criar a los chicos y atender la casa. Nuestros hijos eran cuidados por una babysitter . Finalmente me gradué en el Chico State College y, en Iowa, obtuve una beca de quinientos dólares [...]. Yo trabajaba en la biblioteca cobrando tres dólares la hora y mi esposa era camarera. Luego, en Sacramento, encontré un empleo como cuidador nocturno en el Hospital de Caridad. Todo anduvo bien por un tiempo. Después, en vez de volver a casa cuando salía del trabajo, empecé a beber. Todo eso ocurrió a partir de 1968."
Los fieles seguidores de Carver tendrán que rendirse a la evidencia. Casi todo resulta mejor luego de las intervenciones de Lish en los relatos. Quien se tome el trabajo de hacer una lectura comparada de, por ejemplo, las dos versiones del relato "Una cosa más" llegará a la conclusión de que los tijeretazos del editor brindan una luz especial a los textos. El relato mencionado cuenta la historia de un alcohólico que es expulsado de la casa por su esposa y su hija, Maxine y Bea, respectivamente. Antes de eso hay una discusión que se despliega en la trama del cuento. Pero lo más interesante ocurre al final. En la versión de Lish, el padre y marido humillado no quiere irse del hogar sin decir algo que redondee su largo discurso expiatorio. Se lee entonces lo que sigue: "Sólo quiero decir una cosa más -empezó. Pero le resultó imposible imaginar cuál podía ser esa cosa". En el original que ahora puede leerse en Principiantes , la narración de Carver se vuelve explícita y así pierde intensidad: "Sólo quiero decirte una cosa más, Maxine. Escúchame. Y no lo olvides -dijo-. Te amo. Te quiero pase lo que pase. Y también te quiero a ti, Bea. Las amo a las dos". La generosidad de espíritu obliga a aceptar a Lish como un otro yo de Carver que le permitió al autor alcanzar la perfección o, también, la "especificación fuerte" como él mismo denominaba a la buena literatura. Por paradójico que resulte, las tachaduras permiten descubrir a un Carver esencial. Si la obra del autor se enriqueció gracias a Lish (si Carver es más Carver por eso), eso no disminuye la valía de su producción literaria. ¿Hace falta aclarar que nadie puede sacarle espinas a una rosa invisible? Carver es el jardín de instantes memorables, con flores cortadas incluidas. Gordon Lish ha sido un buen jardinero y como tal debería ser considerado. Por algo existen en las editoriales los cargos de editor y traductor. Mucho depende de ellos el resultado final de un texto que nunca es absolutamente propio. No hay escritor, por más grande que sea, cuya obra no haya sido editada, corregida u observada. Lo admitió entre otros Gabriel García Márquez, al revelar que todos sus textos pasan primero por la mirada atenta de su amigo Álvaro Mutis, poeta y narrador colombiano. Un buen narrador (además) es editor de sí mismo. Carver llegó a escribir y reescribir treinta versiones de un mismo poema o cuento antes de su publicación. Todo buen autor (todo hombre, en realidad) hace de su vida un ejercicio constante de reescritura estética, histórica y moral.
La figura luminosa de Raymond Carver sigue reinando. Sus lectores incondicionales tienen ahora dos nuevas razones para ahondar en su obra. La primera es el libro titulado Sin heroísmos, por favor (Bartleby Editores, con prólogo de Tess Gallagher), que reúne poemas, ensayos y otros escritos aparecidos en revistas y diarios. El título alude a una carta de Chéjov donde el autor ruso postula que para escribir bien no hace falta viajar al ártico y caer de un iceberg. "Mis personajes no son héroes -advertía-. Comen sopa de repollo, se pelean con la mujer y luego van a dormir." Carver afirmó que al leer eso empezó a ver las cosas de otro modo.
El más reciente regalo para los amantes de la inigualable voz carveriana es la publicación de Todos nosotros , una antología bilingüe de su obra poética. En esos textos vibrantes se revela quizás el Carver más auténtico, un hombre que siguió haciendo poesía pese a la dolencia terminal que puso plazo fijo a su existencia. El carácter autobiográfico de la mayoría de los poemas narrativos no debe confundir. La "sinceridad" que emana de ellos encubre el depurado oficio de un escritor convencido de que la poesía no debe significar sino ser. "Ray lograba que lo extraordinario pareciera habitual -resume Gallagher en el prólogo-. También sabía algo esencial: el poema no es simplemente un recipiente para los sentimientos que deseamos expresar. Es un lugar para ensancharse y ser agradecido, para hacer lugar a los acontecimientos y a las personas que llevamos en el corazón. Se propuso apenas decir eso y, claro, así lo hizo."
© LA NACION
Nota a Caparrós
Publicado por Lisandro Gallo , jueves, 3 de junio de 2010 16:37
Ya que estuvieron viendo parte de El interior en el Teórico, les linkeo un post de mi blog para que vean una entrevista interesante: Caparrós habla sobre el proceso de escritura del libro.
http://papelesderuta.blogspot.com/2010/04/caparros-entrevista-ayuda-para-el.html
Ese es el link.
Que lo dsifruten.
Saludos
Cuento para pensar la etnografía
Publicado por Lisandro Gallo , lunes, 24 de mayo de 2010 18:04
Como lo había anunciado Claudia en el último encuentro, acá está el cuento de Sylvia Iparraguirre:
El dueño del fuego (del libro "El invierno de las ciudades")
La mañana ya había empezado con un pequeño malestar. O por lo menos esto es lo que la ordenada mente de la doctora Dusseldorff pensaría más tarde al salir del aula. El edificio era antiguo y frío; altísimas persianas de hierro dejaban pasar como a desgano esa ambigua claridad del invierno que obligaba a encender las luces, a no mirarse las caras, a hablar sin levantar la voz. En un rincón, el portero forcejeaba con la estufa a kerosene. Los asistentes a la clases de etnolingüística de la doctora Dusseldorff, en efecto, hablaban sin mirarse, en voz muy baja.
—¡Coño! —dijo el portero—. La estufa exhibía un mecherito desarticulado y anacrónico. Una llama azul aparecía y desaparecía con pequeñas explosiones intermitentes. De golpe se apagó. Todos miraron a la doctora. El portero se levantó y dijo—:Ya vuelvo, voy hasta mi casa y traigo la mía. No se nos vaya a enfermar el aborigen.
El pronombre reflexivo o algo en el acento español del portero provocó discretas sonrisas entre los lingüistas y antropólogos. La clase, Lengua y Cultura del Chaco Argentino , debía comenzar en unos minutos. Se contaba con un indio: el toba Marcelino Romero. No podía tardar. Considerando que viajaba desde Villa Insuperable, el trayecto le llevaba poco más de una hora.
A las diez y media en punto apareció en la puerta del aula. Era bajo y corpulento con una convencionalmente inexpresiva cara de indio. El pelo, renegrido y largo, contenido detrás de las orejas. Su aspecto era muy pulcro; llevaba medias y alpargatas. Murmuró un saludo y se dirigió a su asiento, a un costado del escritorio de la doctora. Sobre el pizarrón, un cuadro repetía en griego y castellano, la leyenda: "El hombre es la medida de todas las cosas". La doctora salió del aula. Cuando volvió, escoltada por el portero y el antropólogo de la cátedra, ya era, definitivamente, la doctora y profesora Brigitta Inge Dusseldorff, de la Universidad de Mainz, especialista en lenguas amerindias, cuya tesis Einige linguistiche indizien des Kurtunwandels in Nordost-Neuquinea (Munchen, 1965) había impresionado vivamente a especialistas de todo el mundo. Otro de sus trabajos, Der Kulturwandel bei de Indianen des Gran Chaco (Sudamerika) seit der Konkista-Zeit (Mainz, 1969), era fervientemente citado por los alumnos de la Facultad quienes deseaban desentrañar algún día sus profundos conceptos. La doctora Dusseldorff era alta, huesuda, de pelo muy corto; anteojos y pies enormes. La universidad argentina se conmovía con su presen-cia. El portero, un paso detrás de ella, no le llegaba al hombro.
—Gracias —-dijo en correctísimo castellano—. Puede retirarse.
Todos se acomodaron en sus asientos; el antropólogo también. La clase comenzaba.
—La clase anterior —dijo la doctora a quien le gustaba ir directamente al punto—, habíamos llegado hasta la parte de caza y pesca, armas e imple-mentos ¿verdad?
Todos dieron cabezadas afirmativas.
—Bien, hoy no usaremos cintas grabadas —dijo la doctora—. Vamos a retomar con el propio informante la parte correspondiente a pesca. Por favor, señor Marcelino, ¿cómo se dice "pescar"?
El indio los miró, después miró inexpresivamente la pared y dijo:
—Sokoenagan.
—Muy bien. Así que esto es "pescar".
El indio sacudió la cabeza. —No —dijo— .Yo voy a pescar.
—Ah, bien, la primera persona verbal. Entonces, usted va a pescar —lo señaló pero el indio no dijo nada—. Bien, pero, ¿cómo se dice "pescar"?, solamente eso.
—Sokoenagan —dijo el indio.
La doctora quedó con el bolígrafo en alto.
—Intentemos con la tercera persona. ¿Cómo decimos "él pesca"?
—Niemayé-rokoenagan —dijo el indio.
—Perfectamente —dijo la doctora y se explayó en consideraciones fonéticas—. Durante los siguientes veinte minutos la clase avanzó muy lentamente.
—Recapitulemos —dijo, por fin, la doctora— .Pescar: sokoenagan; yo pesco: sokoenagan; tú pescas: aratá-sokoenagan; él pesca: niemayé-rokoenagan. Existe una glotalización con valor distintivo en…
El indio decía que no con la cabeza. Parecía que lo recapitulado no era correcto.
—¿Cómo? —dijo la doctora.
—Está sentado, todavía no fue —dijo el indio—. Hubo un breve silencio.
—Un tiempo continuo o un elemento espacial en la conjugación —avisó la doctora a la clase—. Explíquese —dijo severamente—. Por un momento pareció que iba a agregar "buen hombre" pero no fue así.
—Está sentado, pero todavía no fue a pescar. Está pensando —dijo el indio—, está pensando en ir a pescar. Lo estoy viendo cerca.
Alumnos y profesores se movieron inquietos. El informante no facilitaba las cosas hoy. Una de las alumnas intervino con evidentes deseos de coincidir con la doctora Dusseldorff. Era la alumna más adelantada. Había tenido la oportunidad de hablar a solas con la doctora y se había mencionado la posibilidad de una beca; hasta, quizás, un viaje a Alemania.
—¿Podrá ser, tal vez, un subsistema de presencia/ausencia del objeto nom-brado?
—No creo que sea el caso —dijo con frialdad, la doctora.
El antropólogo, joven, pálido, de traje y bufanda, con experiencia de campo, intervino:
—Permítame, doctora. —Era un hombre que sabía manejarse con los indios.—¿Qué querés decir cuando decís que lo estás viendo, Marcelino? —El antropólogo tuteaba al toba aunque debía tener veinte años menos. La doctora aprobó con una inclinación de cabeza la eficaz intervención masculina.
—Si no lo veo, digo de una manera distinta —dijo el indio.
Y agregó:
— Pero no pesca; va a ir a pescar.
Hubo un suspiro de alivio general. El antropólogo daba explicaciones a unas alumnas sentadas a su alrededor. Fumaba elegantemente . Conocía las últimas corrientes teóricas; sin embargo, añoraba la época de la Antropología Clásica y soñaba con reeditar a uno de aquellos refinados y eruditos dandies ingleses, capaces de internarse en lo más profundo y salvaje de la jungla, todo por la ciencia. Él mismo, ya había estado en el Impenetrable. Esto le otorgaba una secreta superioridad sobre la doctora, que sólo había trabajado con estadísticas, lenguajes procesados y computadoras. Los murmullos se generalizaron.
—Muy bien, Marcelino, —dijo el antropólogo—. Su tono contenía un premio.
La clase continuó. El indio permanecía sentado, inmóvil; la espalda, recta, no tocaba el respaldo de la silla.
—Pasemos a la caza —dijo la doctora, acomodándose los anteojos. El antropólogo sintió nuevamente que le correspondía tomar la palabra.
—Vos salías a cazar con tu abuelo. ¿No, Marcelino?
—Sí —dijo el indio.
—¿Había algún rito… —el antropólogo titubeó—, quiero decir, alguna reunión alguna ceremonia, antes de que fueran a cazar? Tu abuelo, ¿qué decía de esto?
—No —dijo el indio y miró vagamente a su alrededor.
Se produjo un corto silencio. La doctora intervino. Manifestó tu interés en preguntar sobre la terminología referida a la caza. El antropólogo estuvo totalmente de acuerdo. Pero antes de que la doctora pudiese formular la primera pregunta, el toba, inesperadamente, comenzó a hablar. Hablaba en voz baja, con la mirada clavada en el piso. Explicó la enfermedad que se podía contraer por maleficio del animal perseguido. Él se había enfermado de ese modo. La ciudad se parecía a la selva, dijo. Allá había que cuidarse de los bichos; acá hay que cuidarse de la gente. Recordó a su padre y a su abuelo, cuando lo llevaban a cazar. Ellos le habían enseñado cómo hacerlo. Pero él, después, había querido venirse. Salir del Chaco, de la tierra firme, y venirse, porque se había peleado con el capataz que era paraguayo y les daba trabajo nada más que a los paraguayos. No a los hermanos tobas, no a los argentinos.
La última palabra sonó extraña en el aula. Los presentes miraban al indio como si acabara de decir algo fuera de lugar, o como si empezaran a descubrir en él una cualidad que antes no habían percibido. En el aire flotaba una observación notable: ese indio era argentino.
—Me fui un domingo a hablarle —proseguía el toba. No había variado su actitud y su mirada permanecía fija en el suelo—. Y me pelié. Trabajábamos toda la semana, no había domingo.
Estudiando su cuaderno de notas, la doctora dijo:
—Creo que nos vamos del tema. No se trata de historia personal sino de reconstrucción cultural. Miró al antropólogo que acudió otra vez en su auxilio.
—Está bien, Marcelino —dijo el antropólogo con cierta advertencia en el tono de su voz; tenía experiencia de campo y sabía cómo hablar con los indios—, está muy bien —ahora parecía dirigirse a una criatura—, pero queremos que nos cuentes cuando ibas a cazar; qué armas usabas, cómo se llamaban, ¿te acordás? Vos tenías dieciocho años cuando te viniste del Chaco.
—Sí, me vine —dijo el indio—. Yo no quise entrar en la transculturación. —Como llevadas por un mismo impulso, todas las cabezas se inclinaron; se tomó nota de esta palabra tan correctamente asimilada por el toba—. Yo reboté porque me pelié con el capataz. Llovía y mi abuelo y yo, entreverados con los otros, cargamos los vagones con los fardos, aunque llovía. Entonces me pelié y me vine a la ciudad, al Hotel de Inmigrantes; pero la pieza era muy chica, todo era muy chico. Uno quiere ver campo y no. Ve nada más que ciudad, por todos lados.
La clase estaba en suspenso. La doctora, impaciente, miró al indio y dijo con tono autoritario:
—Vamos a continuar con implementos y armas, pero antes probaremos con dos palabras para retomar la parte fonética. —Miró otra vez al indio—. ¿Cómo se dice "pez"?
El indio suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla; después, metió las manos en los bolsillos del pantalón y cruzó una pierna sobre otra. No pareció un gesto oportuno en el contexto de la clase. Miró de frente a la doctora.
—Naiaq —dijo.
—Bien, entonces podríamos establecer: sokoenagan naiaq; yo pesco un pez. Observen que hay dos nasales en contacto —dijo con algo que podía parecerse al entusiasmo, la doctora.
—Sí el pez está ahí y yo lo veo, sí —interrumpió el indio—, si no, no. —Todos lo miraron—. Hay otra forma —concluyo, finalmente, el toba.
—¿Cuál? —preguntó la doctora Dusseldorff. Sus ojos se habían achicado detrás de los enormes anteojos.
—Lacheogé-mnaiaq-ñiemayé-dokoeratak —dijo el indio—. Algunos de los pre-sentes creyeron advertir una sombra de sonrisa en su cara pétrea, pero sus ojos estaban serios y fijos.
—Parece que el informante no está bien dispuesto hoy para la parte lingüística. Si quierre, profesorr podemos continuarr con implementos y armas —dijo la doctora, marcando tremendamente las erres.
Todos se relajaron. Sería lo mejor. La clase en pleno se daba cuenta de que la doctora estaba ligeramente fastidiada. Cuando esto ocurría, su lengua materna subía a la superficie. El informante debía colaborar, de otro modo era imposible organizar adecuadamente la parte fonética.
—Un merecido receso, doctora —dijo, sonriente, el antropólogo—. Todos rieron. Una de las alumnas se ofreció para traer café. El antropólogo y la doctora se retiraron a un rincón, a hablar en voz baja. Dos estudiantes se acercaron al indio que permanecía sentado en la silla.
—Andá al punto, Marcelino, no te vayas por las ramas que esto va a durar todo el día.
Le ofrecieron un cigarrillo y el toba aceptó, pero no se levantó de su silla. Cada tanto, un rápido parpadeo le modificaba la expresión.
—Así que la ciudad no te gusta —le dijo uno de los estudiantes—, sin embargo, vos acá podés trabajar y mantener a tu familia. ¿No Marcelino? Estás mejor que en el Chaco.
El indio dijo que sí con la cabeza. Miraba la punta del cigarrillo:
—Pero cuando uno quiere ver el campo, ve nada más que ciudad —dijo—, por todos lados ciudad.
Diez minutos más tarde, el antropólogo golpeó las manos académicamente.
—Continuamos —dijo.
Mientras todos se ubicaban, él mismo salió y se dirigió a Arqueología. Cuando volvió a entrar traía, dos arcos, varias flechas, tres lanzas de diferentes tamaños y un lazo hecho de fibras vegetales con complicados nudos en los extremos.
—Bueno, Marcelino —dijo el antropólogo, colocándose frente al toba—, reconocés estos elementos, estas armas…—Sostenía el arco y las flechas delante de los ojos del indio. Desde la silla, el toba miró los objetos. Levantó una mano y tocó con la punta de los dedos el arco. Bajó la mano.
—Sí —dijo—, sí.
—¿Alguno te llama la atención en forma especial? —continuó preguntando el antropólogo—. El indio tomó una de las flechas, la más chica, sin plumas en el extremo.
—Ésta es una flecha para pescar.
—Perfectamente. ¿Se utiliza con este arco? La clase pasada dijiste que tu abuelo tenía todas estas cosas guardadas en su casa.
De repente, el indio se puso de pie y se inclinó sobre el antropólogo. Todos se sorprendieron: el antropólogo dio un brusco paso hacia atrás.
El indio le habló en voz baja.
—Por supuesto, Marcelino —el antropólogo intentaba reír—, por supuesto. Marcelino pide permiso para quitarse el saco y estar más cómodo para reconocer el arco —informó a la clase.
Se oyeron unas risas aisladas, nerviosas. La doctora, completamente seria, anotaba algo en su libreta de apuntes. El indio colocó cuidadosamente el saco en el respaldo de la silla. Después tomó el arco. En las manos del indio, el arco dejó de ser una pieza de museo y se volvió un objeto vivo. Sus manos, anchas y morenas, lo recorrían parte por parte. No había ninguna afectación en ese reconocimiento. Su disposición era la de alguien que sabe muy bien lo que va a hacer. Con una mano sostuvo el arco y con la otra tomó las flechas.
—Esta es de caza —dijo sin dirigirse a nadie—. Paradójicamente se veía mucho más corpulento sin el saco. Su cuello y sus hombros eran poderosos. En su frente, inclinada para observar mejor los objetos, se marcaba una vena desde el entrecejo hasta el nacimiento del pelo. Todos lo miraban con curiosidad. No parecía el mismo que hacía unos minutos contestaba pasivamente las preguntas de la doctora.
—Y ésta es la de guerra. —Al decirlo el indio miró al antropólogo. La flecha que sostenía era la más grande, con un penacho de plumas de colores en el extremo—. Mi abuelo decía que Peritnalik nos mandaba a la guerra a los hermanos. —Miró otra vez al antropólogo y después a todos; antes de que el antropólogo hablara, dijo—: Peritnalik, Dios, El Gran Padre, el que manda los espíritus a la llanura del indio.
Algunos tomaban notas. La mayoría clavaba una mirada ansiosa en el toba. No podía decirse que estuviera haciendo nada impropio, pero algo había en su manera de pararse y de tomar el arco que sobrepasaba los límites de una clase en el Instituto. El antropólogo se había sentado cerca de la puerta, a un costado del indio, y lo observaba. Trataba de aparentar interés pero era evidente que estaba algo desconcertado e incómodo.
El toba, con una destreza sorprendente, tensó la cuerda y la amarró al extremo del arco. Todos los ojos estaban fijos en sus manos. Una ligera inquietud se pintó en las caras. En realidad, nadie conocía bien a ese indio. Habían dado con él por casualidad y había resultado particularmente oportuno para ilustrar las clases de la doctora Dusseldorff. Como para retomar el hilo perdido de la clase, el antropólo preguntó:
—Cómo se dice "flecha", Marcelino.
El indio levantó bruscamente la cabeza.
—Hichqená —dijo.
—Podemos establecer una comparación con la terminología mataca que…
El antropólogo debió interrumpirse. El indio, con las piernas separadas y firmemente plantado, tensaba el arco como probándolo. Una parte de su pelo, renegrido y duro —de tipo mongólico, pensó automáticamente el antropólogo—se había deslizado de atrás de su oreja y se le caía sobre la cara. La mano oscura alrededor de la madera se veía enorme. Una energía insospechada hasta entonces —en las clases anteriores el indio había permanecido siempre respetuosamente sentado en su silla— irradió su cuerpo, una fuerza recíproca entre su brazo y la tensión del arco, una especie de potencia masculina, en fin, que fastidiaba especialmente a la doctora Dusseldorff, habituada a las jerarquías asexuadas de la ciencia. Con voz gutural, el toba dijo:
—Kal'lok —y repitió más fuerte—, Kal'lok.
Nadie anotaba ya las palabras. Con una agilidad que dejó a todos en suspenso, el indio se agachó y tomó una flecha, la más larga, con el penacho de plumas. El antropólogo se levantó de su silla. Estaba pálido. La doctora había dejado su cuaderno de notas sobre el escritorio.
—Creo que no es necesario…—empezó a decir.
—¡Ená…! ¡Ená…! ¡Peritnalik! —la voz profunda del toba retumbó en las paredes.
Varios cuadernos de notas cayeron al suelo. El indio había colocado la flecha de guerra en el arco y volvía a tensar la cuerda. Había quedado de perfil a la clase y en esa actitud era muy fácil imaginar su torso desnudo, como en un sobrerrelieve. La flecha ocupaba exactamente el vacío de la tensión. Su punta alcanzó casi la altura de los ojos del antropólogo . La doctora tenía la boca abierta.
—Hanak ená ña'alwá ekorapigem ramayé mnorék, ramayé lacheogé, ramayé pé habiák…—murmuró la voz ronca del indio. Estaba inmóvil. Sólo sus ojos describieron, lentamente, un semicírculo que los abarcó a todos. Algunas cabezas iniciaron el movimiento de ocultarse tras la espalda de los que tenían delante. En el fondo del aula, una chica se puso de pie.
—Kal'lok —dijo el indio.
El silencio pesó como una losa.
El toba bajó, despacio, el brazo y destensó el arco. Con delicadeza sacó la flecha y la colocó junto a las otras. Apoyó el arco en el respaldo de la silla. Retiró el saco y se lo colgó del antebrazo.
El aula, de a poco, empezó a cobrar vida. Hubo carraspeos, personas que se inclinaban buscando en el suelo sus cuadernos de notas, algunas toses aisladas. El antropólogo, todavía pálido, encendió un cigarrillo y se aproximó al indio.
—Perfectamente, Marcelino, perfectamente —dijo.
Esto devolvió a la clase su capacidad de expresión. En general, se intentaba averiguar quién había tomado notas. Recorrió el aula la información de que lo dicho por el toba había sido una oración a Peritnalik. Algo como "…el dueño del fuego, el dueño de la noche y de la selva…" y también algo más, pero no se podía asegurar.
Rápidamente, se reunió el dinero con que se pagaba la colaboración de Marcelino Romero. Uno de los alumnos se lo entregó sin mirarlo.
El antropólogo y la doctora Dusseldorff salieron últimos. La clase no había sido satisfactoria. Consideraban, académicamente, la posibilidad de conseguir otro informante. Tal vez un mataco con mayor disposición. La buena disposición es fundamental para los fines científicos.