la vendedora de rosas
Publicado por Claudia Risé , lunes, 17 de mayo de 2010 15:47
A propósito de la película que miraremos juntos mañana, les acerco una riquísima entrevista a su director, Víctor Gaviria, en la que se explaya, entre otras muchas cosas, en el proceso creativo y plantea muy provocadoras ideas sobre lo que entiende por "ficción".
Espero lo disfruten y les sea útil
claudia
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 LA VENDEDORA DE ROSAS: REFLEXIONES SOBRE LOS NIÑOS DE LA CALLE EN MEDELLÍN Víctor Gaviria Fotos de Eduardo Carvajal 1. Película y conocimiento Extremando esta propiedad, tendría que contarles aquí la película, secuencia por secuencia, y detalle por detalle, para que ustedes recibieran el conocimiento que sobre los niños de la calle en Medellín nos hemos construido nosotros mismos al hacerla. Afortunadamente este no es el único camino, puesto que una película se hace contando y pensando al mismo tiempo; acciones e ideas, eso conforma una película, por mala o buena que sea. La ficción es el rodeo que hacemos a través de la imaginación para llegar a la verdad de lo que está aquí mismo, a la verdad de la elusiva realidad nuestra de todos los días... La realidad tiene esta doble condición: está ahí, cotidiana, mostrándonos la cara, pero al mismo tiempo es elusiva en sus significados, indescifrable, pared de símbolos que pide lectura y discernimiento. ¿Por qué esta doble existencia de la realidad? Porque la realidad somos nosotros mismos, y nosotros estamos cercados de secretos: verdades acalladas, verdades escondidas, verdades sustituidas por otras, verdades irreconocibles e irreconocidas. El conocimiento que ofrece esta película estará siempre moviéndose entre la idea y la acción, por lo que me veré obligado siempre a contar anécdotas y peripecias de las personas, al tiempo que trataré de concluir algunas ideas que, en este caso concreto de los niños de la calle, deberían llegar hasta ustedes e interesarlos. . Lo que logra la ficción La ficción no está, como el periodismo, detrás de los hechos. La ficción nos pone delante, primero que todo, a los personajes: Leidy, Marta, Mónica, Andrea... Su singularidad y su particularísimo punto de vista. La ficción quiere saber lo que ellos piensan cuando hacen lo que hacen, lo que piensan y lo que sienten los personajes cuando están en escena. Esta intención coincide con lo que se han propuesto algunos historiadores contemporáneos cuando acuden al concepto de la historia como «historia de las mentalidades». Las conductas y las costumbres tienen de fondo algo que las sostiene y las explica: las «mentalidades», ideas intangibles que se propagan produciendo los hechos. Sin embargo, la ventaja que incluyen los personajes no es sólo la de los puntos de vista. Este punto de vista cambia y se transforma, puesto que la ficción es un relato en el tiempo. El director de la película no puede juzgar a sus personajes, sino sólo pretender acompañarlos durante el transcurso del relato. Si los juzga, los detiene en su movimiento dramático que parte de algo y busca algo... Su obligación consiste en testificar esta transformación. Esto es ver a los personajes en el tiempo. Esto significa, además, aprender a ver a las personas con paciencia y permisividad, deteniendo el juicio momentáneo para entender el espacio humano en el que despliegan su vida. La mirada humana sobre una persona no es otra cosa que observarla en el tiempo. Esta ventaja del cine de ficción la deberíamos aprender todos nosotros. Ver a los demás en el tiempo, con su carga inevitable y su sorpresa, aunque su presente sea un problema oscuro sin solución. Marta, de trece años, pelea furiosamente con su mamá y destruye con las más atroces palabras los últimos puentes que las comunican entre sí, y luego se pasa quince largos días deambulando por el centro de la ciudad, durmiendo en las aceras y sin bañarse, hasta que por fin encuentra las amigas con quienes se instala en una pieza limpia y ordenada, donde ella, por primera vez, hace de comer y reúne el dinero para comprarse una vajilla de loza como la que nunca tuvo con su madre. Carolina, de nueve años, también se «vuela» de su casa, y va a dejarse tocar por un zapatero que le paga 500 pesos para que no se lo diga a nadie. Pero ahora está en un internado, y habla de estas cosas que ocurrieron hace tantos días extendidos de niña, que pone la cara perfecta de la inocencia reconquistada. Ellos, los personajes, buscan angustiosamente con los ojos vendados su punto de equilibrio, donde se pongan por fin a la altura de su dignidad. Mejor dicho, de lo que ellos piensan que es su dignidad. Un vicio triste que es un símbolo más triste Pocas imágenes pueden impresionar más la sensibilidad de un ciudadano que el gesto del niño que cruza el brazo sobre el pecho para llevarse a la boca un frasco con sacol. Esta impresión, me parece, proviene del hecho de que el gesto supone dos personas, cuando en realidad hay sólo una. La segunda persona está sin estar, se halla presente a través de su ausencia. Por medio de la botella, los niños simbolizan a la madre cariñosa que ya no está por ninguna parte. La madre que transforma por completo el ánimo y el sentido de la vida de un niño. Como la realidad les ha negado la continuación de esta madre ferviente, ellos se desenvuelven en el tiempo hasta llegar a un momento en que aquel vínculo feliz existió. Hasta aquella época en que los niños vivían a los golpes de la sangre de su madre, fluido milagroso de vida que los alimentaba y los hacía valiosos por sí mismos. El sacol es, creo, el puente de alivio a través del cual los niños de la calle buscan retornar a su infancia perdida. Pero no escamoteada por el tiempo, como la infancia de los adultos, quienes podemos darnos el lujo de perder la infancia al traspasar «la línea de sombra» de la adultez. Aquella infancia desaparecida de golpe, destruida, arrancada, raptada, robada... cuando todavía se es un niño, cuando todavía no se ha atravesado la luz de la inocencia que hace visible el mundo. Se trata de un vicio triste que busca restaurar la verdadera infancia de los niños sacoleros, cuando era infancia verdadera; es decir, cuando el niño gozaba todavía de la inocencia, el único regalo impostergable que la ciudad debe dar a los niños: vivir la ilusión del mundo por fuera de la sobrevivencia. Vivir el mundo mágico, lleno de engaños inocentes, y trazar el suave y graduado camino hacia los conocimientos de la muerte, la declinación y la separación... La infancia de estos niños es el sacol. Ellos han visto su infancia interrumpida abruptamente, y la encuentran tristemente sustituida por el alivio de una borrachera y un viaje (del ánimo) que la aleja de la realidad, igual que si estuviera rodeada de colchones de aire que la tamizan como un sueño. No hay hambre, ni frío, ni soledad... Los niños de la calle, especialmente las niñas, que pueden ser violadas, prostituidas y embarazadas con otro niño desamparado en segunda generación, recorren durante las horas del día etapas enteras de crecimiento que demoran años en otros niños que han vivido una infancia normal. Pero, más allá de este alivio, lo interesante es que los «viajes» del sacol se materializan en «sueños» concretos, de los cuales los niños sacoleros prefieren no hablar, tal vez motivados por el carácter intraducible de sus experiencias y su pobreza de palabras. Los niños y adolescentes sacoleros «sueñan», alucinan y tienen visiones de imágenes pacientemente construidas: ven a su mamá, que está tan lejos, aparecer de pronto para regañarlos e indicarles un camino que ellos odian sin saber la razón... A veces sueñan con la Virgen María, aparición dulcísima, que está suspendida sobre la calle, y les murmura, sin traicionar los labios, palabras de cariño saturadas de dulzura increíble... Luego la Virgen se transforma en la mamita, la abuelita que le ordena dejar la botella de sacol y volver al internado de las monjas... O sueñan que son más altos que los edificios, o sueñan que se hacen tan pequeños que ya nadie los ve ni los persigue... O viendo rostros cambiantes en las nubes del cielo, o con amigos queridos que conversan con ellos durante horas, amables y agradables, riéndose de la gracia absurda de las palabras... Con todo, también los sueños del sacol pueden ser negros y oscuros: enemigos, «culebras” y «traídos»; paredes cubiertas de sangre: las de los niños heridos en la ciudad durante el último fin de semana, por ejemplo. Sangre de niños que se anuncia, para evitarla. Los niños sacoleros tienen acumulados todos los años de la infancia: las innumerables capas de asombro petrificadas sobre su rostro. «La Chinga» es un niño de éstos. No sé cuántos años tiene: ¿diez, quince?... Se le nota una luz oscura en la cara, inversa a la luz de la inocencia que ha perdido a punta de golpes. ¿Qué resulta al invertir la inocencia? Creo que la ironía. Ironía que aleja de la realidad, igual que el sacol, pero conservando los lazos lo suficiente como para que la risa surja y brote, despertando al niño a la cultura de las asociaciones... Ironía que es cultura elegante de la calle. Cuando alguien le pregunta a «La Chinga» por su falta de zapatos, él responde: «¿Para qué zapatos, si no hay casa...?» A esta ley oscura de la ironía se opone la luz de las niñas inocentes; la dramaturgia de la inocencia que inventa el espectáculo íntimo de la gracia. 4. El «sueño» de los destinos Carlos es un niño sacolero de nueve años que tendrá, probablemente, una presencia fugaz en la película. Está rapado y su cara es de indio moreno, ennegrecido el rostro todavía más por el polvo de la calle. Casi no habla con extraños, ni con nadie, acostumbrado a la mudez de la desconfianza. Pero él nos contó el siguiente sueño, que quedó registrado en video junto a los ensayos de actuación: «Caliche» soñó ensacolado que, estando en Medellín, se iba volando hasta la casa de su mamá, que quedaba en Urrao, y la buscaba por los alrededores, observando pero sin ser observado, hasta que veía a su hermanito jugando solo, sin nadie, puesto que él mismo se había volado de la casa; y luego buscaba a su mamá por los corredores hasta que la encontraba en la cocina. Ella lo veía al entrar, lo saludaba por el nombre y luego le ponía un «destino», es decir, le mandaba a hacer alguna cosa: traer leña, traer agua, encerrar la vaca con su ternero.En Antioquia, destino significa «trabajos de la casa para hacer»... Cuando converso con los niños sacoleros, me confunde la aparición de algunas frases inconexas que parecen querer expresar la súplica y la rabia por haber perdido el camino que trazaba la madre, porque al principio de la infancia, la madre los guiaba y les daba un destino en el mundo. Los niños sacoleros necesitan volver a escuchar los destinos que les dictaba su madre. Los niños de la calle están perdidos en el tiempo de la ciudad, sin el legado de estos destinos elementales: traer agua o leña, perseguir la vaca, ser valiosos para algo grande como la casa. 5. La rebeldía contra las causas Marta Cecilia Correa es una niña de catorce años, que tiene los ojos tan grandes y vivaces que disimulan, hasta hacerla insignificante, una cicatriz en la mejilla en forma de cuatro. Este número casual la mortifica. A los lados, y en la otra mejilla, tiene otras señales, esparcidas en todas las direcciones, que son las demás huellas de sus días difíciles. Su cara, con el mentón levantado, ha atravesado sus años de adolescencia como si se tratara de un largo accidente. Este accidente está hecho por lo menos de una decena de heridas en la cara. Un rostro manchado al azar por las peleas mortales que las niñas tienen entre sí, armadas con cuchillos o navajas. ¿Los motivos? Insignificantes, triviales, simulados. En una palabra, intrascendentes, nacidos del azar, como en los accidentes verdaderos. Y los motivos pueden ser cualquier cosa, porque las niñas de la calle no están molestas con algo en particular, sino rebeladas contra el mismo movimiento del mundo, por una injusticia social tan grande que las ahoga y les impide explicarse... Creo que nunca he observado una rebeldía tan soberana y tan rabiosa como la que impulsa, a manera de un motor insaciable que no da tregua, a esta niña de catorce años, Marta Cecilia, que será nuestra actriz, un tanto incontrolable. Esta fuerza tira para todos los lados y traza todas las direcciones porque es ciega y su enemigo es todo lo que hay alrededor. Para quien la padece es un poco como estar abandonado al azar de un «carrito chocón», o como se dice en la jerga callejera, ser un «carroloco» que tarde o temprano se «estrellará». Bernardita Correa, la mamá de Marta, pertenece a una familia campesina de Yarumal, que emigró a Medellín hace 25 años, después de la muerte de su padre, Pascual Correa. Ha levantado sola, en Santo Domingo Savio, a sus tres hijos, que conocen a su papá sólo de oídas. Y para «levantarlos» ha hecho honor a su apellido, educándolos como a ella la educaron, es decir, castigándolos a punta de correa y palo corrido. Todo iba relativamente bien para ella hasta cuando se encontró con un obstáculo que la venció y le amargó desde entonces la vida: la rebeldía de su hija, que no logra entender ni resolver como buen acertijo que es. Esto es para mí también un enigma y una pregunta oscura: propongo a ustedes tomarla en serio y tratar de resolverla, puesto que por esta rebeldía insomne y radical muchas niñas y niños terminan separados de sus familias, inventando «películas» en la calle, como ellos dicen, donde el director es el azar. Marta se fue de la casa hace dos años, para que su mamá aprendiera a respetarla. No le aguantaba más que atentara todos los días contra su libertad: libertad de bailar, conseguir novios y trasnochar... También libertad de estrenar o de ponerse ropa prestada... Libertades que Marta defiende con un ímpetu justiciero difícil de descifrar. Antes de irse, le dijo a su mamá estas palabras: «Usted no es mi mamá, usted es cualquier cucha; despéguela, señora». Y continuó: «Usted me tiene que aprender a respetar, y para eso tiene que sufrir, vieja hijueputa...» Y Marta se fue para el centro, a vivir con un grupo de niñas en una pieza alquilada por dos mil pesos diarios. Atravesó todos los peligros de la calle, pero al mismo tiempo ordenó algunas cosas de su vida: tuvo una pieza organizada, cocinó e hizo reunir plata para un televisor y una porcelana de adorno que colocaron encima de un chifonié de madera que ella también había comprado. A los seis meses su madre encontró la pieza, se la barrió y limpió, e incluso les hizo sudado de carne y papas a su hija y a sus amigas. Antes de irse le hizo entender a su hija que volviera, que ella la iba a respetar en todo lo que quisiera. Que viviera como quisiera, con tal que regresara a la casa. Quince días antes de conocernos en esta película, Marta volvió a la casa con serenidad, triunfante porque había vencido a su madre y le había enseñado de una vez por todas a respetarla, a no injuriarla, humillarla o castigarla; le había dado la lección de que ella, su hija, era una persona que no se podía ultrajar. Estuvieron juntas en el centro, vendiendo morcilla y empanadas, reconciliadas y humildes, durante algunos meses; Marta dormía en una colchoneta con su hermano mayor, de quince años, al pie de la cama de madera donde dormían su mamá y el hermanito pequeño. Veía televisión donde el vecino y conversaba con los novios del día hasta las once de la noche, cuando las calles se vaciaban de curiosos... Durante estos meses Marta tuvo novios de barrio, bailó en las heladerías de barrio, fue de paseo con sus amigos hasta la laguna de Piedrasblancas y jugó basquetbol en las canchas de La Salle, hasta cuando alguien (tal vez ella) botó el balón para toda la tarde... Sin embargo, ahora se dicen muchas cosas de Marta en el barrio: que se robó una minifalda en un patio vecino, que hirió con una navaja a su hermano, que se besó con unos muchachos en la calle... Su madre lo confirma, pero ella lo niega. Por consiguiente, no quiere vivir más con su madre. Me llama y me dice, seriamente: «Víctor, no me entiendo con mi mamá; voy a vivir en una pieza en el barrio, que vale treinta mil pesos. Quiero que usted me apoye. Voy a coger la pieza con Milena, que es aquella amiga a la que se le fue la mamá de la casa». Ambas, Milena y Martica, van a cumplir en los próximos meses quince años de edad. Están, como decenas de niñas de los barrios populares, separadas de sus madres y de sus familias por un odio que no han podido comprender; en resumen, andan en busca de una pieza que les reafirme la libertad... Tal vez Marta salga de su casa en los próximos días, duerma de nuevo en las aceras de la setenta, y vuelva a refugiarse en el sacol y a ser aruñada y perseguida... Todo esto puede suceder si no resolvemos el enigma de su rebeldía. ¿Qué significa?, les pregunto también a ustedes. Hace algunos meses, a la pregunta constante por su padre, doña Bernardita les contestó a sus hijos inocentemente que él se había ido a Cali, antes de morir, a trabajar con el cartel de la ciudad... Este solo indicio bastó para que Marta y su hermano se sumergieran en el desorden y la rebeldía más completa... Creo que ellos dos son así por no haber tenido un padre verdadero, sino sólo un padre de oídas. Pienso que Martica y su hermano se han rebelado radicalmente por tener una ley sin papá. La dignidad de Mónica Conocí a Mónica Rodríguez hace ocho años, es decir, cuando era apenas una niña que vivía interna donde las hermanas de «Mamá Margarita». Allí se destacaba debido a su inteligencia vivaz y a su capacidad para expresar con palabras las observaciones más sutiles sobre su experiencia inédita de niña de la calle. Las mismas hermanas no salían de su asombro: elocuencia y dramatismo encarnados en una niña menuda que hacía que el mundo pareciera divertido. Gracias a ella fue que yo concebí La vendedora de rosas. Pero el tiempo ha pasado y Mónica ya no tiene ocho años, es una adolescente de 16 años, sólo que durante estos días de no vernos su vida ha dado tantos giros inesperados que, no sabe por qué, ahora es madre de dos niños. Aunque no existieran las películas ni ningún medio para grabar su vida, Mónica es una persona que nos hace volver sobre ideas abandonadas. Particularmente sobre el heroísmo en la vida, palabra que alude a quienes inventan de la nada sus propios caminos, y que han construido, conversando muy largamente consigo mismas, un criterio y un punto de vista único de las cosas. Mónica es una adolescente que ha recibido todos los azotes de la intemperie, pero debajo de su sombrero deshecho y su pelo mojado, debajo de su cabeza que da vueltas, permanece el criterio de la heroína. Es decir, la vocecita digna y sin renuncia que morirá con ella. Por muchas razones inevitables, Mónica se fue del lado de las monjas. Al comienzo pidió limosna en la calle y en las plazas de mercado para alimentar a su mamá y a sus siete hermanos, hasta cuando su cambio de niña a mujer hizo que los hombres a quienes les solicitaba ayuda la miraran ahora con malicia y ambigüedad. Se fue también de la casa, ofendida en su orgullo, porque su mamá creyó que ella coqueteaba con su padrastro. Así las cosas, Mónica hizo un balance de sus opciones y concluyó que, debido a su dignidad, ella no podía seguir pidiendo ni tampoco iba a dejarse tocar y «comer» de desconocidos por el dinero que le faltaba para vivir. Las niñas que piden o se prostituyen son, en su concepto, personas «cortas de espíritu», pobres de iniciativa y sin respeto por sí mismas, algo muy alejado de su dignidad. Por eso, después de pensarlo durante días en una pieza de pensión, Mónica decidió convertirse en ladrona de la calle, en la mejor de todas, puesto que robar es una profesión difícil. Creo que pocas veces he conocido una adolescente con tanta inteligencia y talento para cualquier cosa como Mónica. Y también, hay que decirlo, para robar. Los ladrones del centro, veteranos de guerras mortales e inútiles, a quienes ella mira con el rabillo del ojo, la saludan desde lejos levantando el pulgar; son ruidosos, mientras ella les responde débilmente, para no llamar la atención. La razón está en que a Mónica, «La Ratona», todos la respetan y la aprecian por la firmeza de su criterio. «Eso es lo último que se puede perder», dice. Mónica conoce como nadie la compleja profesión de robar, sus modalidades, sus opciones, sus misterios y sus trucos. Y en ese árbol lleno de ramificaciones ella ha buscado su lugar, de acuerdo con su temperamento. Nadie podría resumirlo mejor que ella. Pero todo lo anterior lo envuelve con un pensamiento más profundo, que demuestra el alcance de la conciencia de sus actos: ella roba —dice con franqueza— para mortificarles y dañarles el día a los ricos, para agriarles el ánimo; o por lo menos para asustarlos con el mismo susto con que viven los niños de la calle, para que sientan las penas de los que no tienen nada. Y es que detrás de la rabia de Mónica hay una enorme amargura, que se duele y llora por la suerte que les ha tocado a ella, a Mónica, la niña divertida, a sus hermanos y a su madre la pobrecita: la suerte aplastante de ser pobres, que emborracha su cabeza con preguntas constantes. Este talento inagotable que se disuelve en rabia vengativa a través del atraco, este pesar hondo y lírico que pregunta por el destino de tantas personas amadas, debería tener, creo yo, un final distinto. Mónica Rodríguez era ya una actriz cuando la conocí en el internado de las hermanas. Tenía ocho años y se subió a un árbol a contestarme una entrevista. Qué bella imagen, pensé, al ver que me hablaba pasando de una rama a otra. Jugando a la existencia Las vendedoras de rosas escogen sus novios y sus parejas de baile de un grupo de muchachos adolescentes, de catorce y quince años, que trabajan en una esquina de la setenta vendiendo cigarrillos de marihuana, y también de los otros... Su apariencia inocente de niños «bien parecidos», dista mucho del cliché del vendedor de drogas. Simpáticos, atractivos por su gracia infantil, ellos también son niños de la calle, aunque viajen cada madrugada, como «gallinaciegas», a dormir en las casas de sus papás o de sus tíos, donde viven somnolientos, a medias, eclipsados como los celadores que duermen todo el día. A las siete de la noche arriban a la esquina, frescos y radiantes como señoritas, adornados por sus chaquetas americanas que parecen gabanes de lo holgadas, coronados con elegancia misteriosa —¿son niños bien?; ¿no lo son?— por las cachuchas de moda que aparecen en los comerciales; sólo que ellos convierten la moda a su gracia particular de niños de la calle, es decir, de niños suspendidos en el tiempo. Esta esquina, que aparece tan agitada y variable a los ojos del que cruza y sigue sin parar, es en verdad un lugar bastante confortable y habitable, es decir, un sitio con carácter. Sólo que este carácter es un poco humorístico: el lugar donde se sientan, cerca de la malla metálica de la lavandería, lo llaman «la oficina». A Jaime, un niño espigado de trece años, que se la pasa excitado bordeando la calle, casi siempre ensacolado, sin saber adónde ir ni qué hacer, lo han bautizado «El Alcalde», lo que les produce risa incontrolable. Y cuando alguno se sale de cauce, lo cual es muy frecuente, y perjudica con su conducta la existencia de la plaza de droga, ellos le hacen una rápida audiencia en «la oficina», y luego, con un sentido del humor paródico y violento, lo llevan a la «silla eléctrica», que consiste en una graciosa andanada de pata y coscorrones; después, el acusado se ve obligado a pedir perdón y opacarse durante la noche. Todos están vestidos con camiseta y bluyines a la última moda, costosos y difíciles de adquirir para un ciudadano normal. Modas estrafalarias, exageradas, tal vez de mal gusto, modas estrambóticas de los desclasados. Ellos usan bluyines de sesenta mil pesos y camisas de cuarenta, porque están de fiesta cada noche de la setenta, iluminados como cuando se ponen frente a las farolas de los autos, eufóricos de estar tan visibles y tan libres en la apariencia de la calle. Pero es una fiesta humorística porque está hecha de las ilusiones de la noche, no de las del día entero. Uno de ellos, de quince años, moreno pero de cabello aindiado, es conocido por todos como «Chocolatina», y su apellido es «Jet». Tiene el mismo pendiente de cristal que porta Mario Barakus, y he sido testigo de que le brilla intensamente con las luces de la setenta. Dos de sus amigos más cercanos son Elkin, a quien le dicen «Murdoc», también como en Los Magníficos, y Alex, «Pesadilla», que se caracterizan porque siempre llevan los bluyines caídos sobre las nalgas, en un humor involuntariamente cantinflesco, que contamina toda la noche. Elkin, de catorce años, rubio y buen mozo, de habla dulce y matizada, vive con sus primos en la última pieza de la casa, en seguida de un patio sin construir que, por su olor, ha estado abandonado desde hace meses. «Chocolatina» tiene un papá de 35 años, albañil, bien vestido y apuesto como él, que parece más ingenuo que su hijo; incluso me confesó súbitamente que él no conocía nada de su hijo, que no sabía cómo era su vida. En otras palabras, «Chocolatina» no existe para su padre. En mi opinión, las noches de estos muchachos son humorísticas porque ellos se saben profundamente inexistentes, porque saben que la calle en la noche los hace existir de manera transitoria, les da la pompa de la existencia. Pero como precisamente la vida en la calle es un poco irreal, estos niños de la setenta se inclinan a experimentar con dicha irrealidad, a extenderla, a llevarla cada vez más lejos, tal vez con la esperanza de encontrar sosiego en un destino claro de inexistencia. A cierta hora —¿las diez, las doce?—, dan por terminado el trabajo y comienzan las verdaderas peripecias de la noche, un excitante camino de derivaciones manejado por el azar de la calle. Le compran las pastillas a una señora que vende aguardiente en la cuadra de en seguida, se reúnen en la penumbra de un jardín, y se advierten mutuamente antes de tragarlas: «De ahora en adelante no respondo por mí, y no reconozco a nadie... para que no se me confíen». Los finales casi siempre son patéticos, pero los comienzos de estas aventuras de «borrar el casete», como ellos dicen con frialdad, constituyen una especie de parodia humorística: atracan a los conocidos, a sus mismos amigos de la esquina, y algunas veces atracan incluso a las mismas vendedoras de rosas, a Marta o a Liliana; la situación es tan ambigua que, vista desde afuera, está envuelta en un absurdo humorístico que los hace reír hasta a ellos mismos... Pero aunque el amigo no lo crea, y se ría, en ocasiones ellos se ven obligados a herirlo con una navaja, para que comprenda que el robo va en serio y que tiene que desprenderse de su plata o sus zapatos... Hace un mes «Chocolatina» aprovechó una serenata de mariachis, cerca de la setenta, para robarse un maletín que estaba dentro de una camioneta Toyota, con tan mala suerte que fue cogido in fraganti por su dueño. El hombre sacó una pistola del maletín que «Chocolatina» había arrojado debajo del carro, y le disparó repetidas veces, pero el muchacho corrió de espaldas y las balas se alejaron de él. Entonces apareció Elkin, que había estado también en la reunión de las pastillas, y con un palo de escoba se acercó hasta el dueño y lo desarmó de un golpe, y luego lo amenazó apuntándole con el palo, como si se tratara de un fusil. Pero el señor de los mariachis rescató su pistola y volvió a dispararles, mientras Elkin y «Chocolatina» huían dando los rodeos de los borrachos, las curvas indiferentes de los niños que juegan a existir de mentiras. Cuando llegaron a «la oficina», se doblaron de risa por el peligro que habían corrido, sobre todo por el palo de escoba que se había transformado humorísticamente en arma mortal. Pero de pronto Elkin se sintió débil, la fuerza de sus piernas lo abandonó y se tuvo que sentar en la acera. Tenía una herida de bala en la espalda, que «Chocolatina» se demoró en creer, hasta que una de las niñas, horrorizada, la descubrió. Recuerdo que leí alguna vez en Vladimir Propp, el estudioso del cuento maravilloso, que cuando el cuento se llenaba de transformaciones humorísticas quería decir que antes existieron allí los héroes con sus heroísmos. En otras palabras, que donde se lee ahora «Peralta le ganó al diablo con los dados», decía antes «Peralta venció al dragón». Detrás de los niños de la setenta, que juegan a la inexistencia como ejercicio humorístico e irónico, hay —si lo de Propp es verdad— una docena de héroes infantiles que atraviesan la larga noche de luces tratando de vencer un dragón. ¿Cuál es este dragón?, me pregunto. Tal vez el tiempo inútil de los niños de la calle que no tienen lugar en este mundo. |